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Muestrario
Muestras de traducción: 2
español al italiano: Martina
Texto de origen - español Hija única de cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que caracteriza el primer período de la juventud.
Traducción - italiano Figlia unica di genitori affettuosi, che l’avevano allevata con tenerezza, senza un rimprovero né un castigo, Martina fu la gioia dell’onesto focolare dove nacque e crebbe. Quando cominciò a farsi grandicella, la gente prese a dire che era graziosa, e la madre, colma di innocente vanità, si diede da fare per ornarla, affinché risaltasse la sua bellezza virginale e fresca. A teatro, ai balli, durante le passeggiate dei pomeriggi invernali e delle notti estive, Martina, vestita all’ultima moda e con abiti sempre raffinati e leggiadri, era apprezzata e si distingueva fra le ragazze di Marineda. Si lodava anche il suo giudizio, la sua vitalità, la sua amabilità che non era vanità, e la sua allegria, naturale come il canto degli uccelli. Un’atmosfera di affetto addolciva la sua vita. Credeva che tutti fossero buoni, perché le parlavano con benevolenza negli sguardi e miele sulle labbra. Si sentiva felice, ma si riprometteva per l’avvenire gioie maggiori, più ricche e profonde, che sarebbero cominciate il giorno in cui si fosse innamorata. Nessuno dei giovanotti che corteggiavano Martina, attratti dalla sua giovinezza, dal suo bel viso e anche dalle sue considerevoli ricchezze, meritò che la ragazza fissasse su di lui i suoi grandi e ridenti occhi per più di un minuto. E in quel minuto, più che l’aspetto e le seduzioni del giovane, Martina soleva notare i suoi piccoli difetti, burlandosi poi di questi con le amiche. Burle innocue, in cui le fanciulle, con malizioso candore, disegnano il ritratto minuzioso dei loro pretendenti, seguendo quell’istinto di rivalità scherzosa che caratterizza il primo periodo della gioventù.
español al italiano: IRLANDESES DETRÁS DE UN GATO General field: Arte/Literatura Detailed field: Poesía y literatura
Texto de origen - español El chico que más tarde llamaron Gato apareció sin anuncio ni presentaciones contra la pared norte del patio, durante el último recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde cuándo estaba acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a fines de abril y las clases habían estado funcionando un mes entero, devorando la última luz del fastidioso otoño interrumpido por largos y aburridos períodos de lluvia. Estaba oscureciendo y el patio era muy grande, consumía el corazón mismo del enorme edificio erigido en los años diez por piadosas damas irlandesas. La penumbra, pues, y el vasto espacio que ni siquiera ciento treinta pupilos entregados a sus juegos podían empequeñecer, explican que nadie lo viera antes. Eso, y la propia naturaleza oculta del recién venido, que lo impulsaba a permanecer distante y camuflado, con su cara gris y su guardapolvo gris contra el borrón de la pared más alejada del comedor hacia el que, insensiblemente, habían ido deslizándose durante los últimos veinte minutos las bolitas, la arrimadita y la payana.
El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón inmaduro espolvoreado de ceniza. Aún no había cumplido doce años, era muy flaco y los primeros que se le acercaron vieron que los ojos le brillaban febrilmente. Tenía una manera de moverse extraña e inhumana, hecha de bruscos arranques y fogonazos de pasión, o lo que fuera, mezclados con el más sutil escurrimiento, alejamiento, de un cuerpo sinuoso y evasivo. Era alto, y sin embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un solo movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si no tuviera huesos a pesar de su flacura. Todo esto resultaba inquietante y ofensivo.
Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, había viajado la mayor parte del día, y toda la noche anterior, y el día anterior, porque vivía lejos, con una madre que iba envejeciendo, con la que estaban rotos los puentes del cariño y que al traerlo lo paría por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en la rectoría con el padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo lloró un poco y la besó, y sabía perfectamente que tales gestos no importan mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o estimulan.
Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria de caminos embarrados bajo una amarilla luz de miel, de pequeñas casas que se desvanecían y de hileras de árboles que parecían las paredes de ciudades bombardeadas; porque todo eso había pasado continuamente ante sus ojos durante el largo viaje en tren y se había sumergido de tal modo en su espíritu que aún de noche, mientras dormía a los sacudones sobre el banco de madera del vagón de segunda, había soñado con esa combinación simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su desilusión en esto tenía ahora el tamaño de la infatigable llanura, y eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo pensamiento.
Exigencias más urgentes vinieron luego a rescatarlo. El padre Fagan lo transfirió al padre Gormally, y el padre Gormally lo llevó al borde del patio enmurado, inmerso, hondo como un pozo, rodeado en sus cuatro costados por las inmensas paredes que allá arriba cortaban una chapa metálica de cielo oscureciente -esas paredes terribles, trepadoras y vertiginosas- y le mostró los ciento treinta irlandeses que jugaban, y cuando volvió a mirar las paredes verticales, él que nunca había visto otra cosa que la llanura con sus acurrucadas rancherías, una sensación de total angustia, terror y soledad lo poseyó. Fue sólo una erupción de puro sentimiento, que le puso de punta cada pelo de la piel; algo parecido a lo que siente la piel de un caballo cuando huele un tigre en el horizonte. Tal vez comprendió que estaba a punto de conocer a la gente de su raza, a la que su padre no pertenecía, y de la que su madre no era más que una hebra descartada. Les temía intensamente, como se temía a sí mismo, a esas partes ocultas de su ser que hasta entonces sólo se manifestaban en formas fugitivas, como sus sueños o sus insólitos ataques de cólera, o el peculiar fraseo con que a veces decía cosas al parecer comunes, pero que tanto perturbaban a su madre.
A primera vista, sin embargo, parecían completamente inofensivos esos chicos campesinos, pecosos, pelirrojos, de uñas y dientes sucios, bolsillos abultados de bolitas, medias marrones colgando flojamente bajo las rodillas, con sus amarillos botines Patria de punteras gastadas por la costumbre de patear piedras, latas y pelotas de fútbol, plantas, raíces de árboles y hasta sus propias sombras; piernas fuertes y macizas bien calzadas en esos pesados botines trituradores, cazadores, que uno (él) veía instintivamente apuntados a sus tobillos, o a la parte blanda de la rodilla, donde el agua se junta y se hincha durante semanas.
Lo cierto es que ahí estaba ahora, el Gato acorralado, contra una ventana, y por supuesto lo primero que dijo Mulligan, que parecían mandar el grupo, cuando lo vio allí acurrucado, como listo para saltar, y no queriendo saltar sin embargo, no queriendo pelear, ni siquiera hablar, lo primero que se dijo, tal vez en su idioma, tal vez en el idioma de su madre que él oscuramente comprendía, dijo Mulligan:
Hé, parece un gato,
y cuando hubo obtenido la razonable cuota de reconocimiento y de risa, y el sobrenombre quedó pegado para siempre al chico que desde entonces llamaron el Gato, inciso en su corazón o en lo que fuera más receptivo al castigo y a la burla, en cualquier cosa que se abriera como un tajo para recibir el cuchillo (porque la herida está allí antes que el cuchillo esté allí, la parte blanda antes que la parte dura, la carne antes que la hoja), cuando estuvo así marcado y al fin sabiendo lo que era, alguien, que podía ser Carmody, Delaney o Murtagh, dijo:
Cómo te llamas, pibe, planteando el terreno, firme para ellos y para él desconocido, porque pudo sospechar que una pregunta tan sencilla tenía un sentido oculto, y por lo tanto no era en absoluto una pregunta sencilla, sino una pregunta muy vital que lo cuestionaba entero y que debía meditar antes de responder, antes de seguir, como siguió, un curso oblicuo y propiciatorio, antes de decir
O’Hara -como dijo.
Pero el nombre ofrecido no quiso hundirse, simplemente flotó como una manzana descartada o una papa podrida flotan en el río. Se lo tiraron de vuelta, chorreando desprecio y exasperación:
Ese no. Tu verdadero nombre, como si fuera transparente para ellos. Entonces dijo:
Bugnicourt,
que era, ése sí, el nombre de su padre, al que nunca amó ni siquiera conoció bien, un hombre perdido para siempre en las arenas movedizas del agrio recuerdo y la invectiva, su memoria pisoteada por los hombres que siguieron, un fantasma apenado que tal vez espiaba a través de los agujeros de la ácida memoria a la mujer que fue su esposa y después, sin explicación, se volvió la puta del pueblo, pero una puta piadosa, una verdadera puta católica que llevaba al cuello una cadena de oro con una medalla de la Virgen María.
¿Qué clase de nombre es ése? ¿Sos polaco? -y en seguida, con sombría sospecha-: ¿Judío?
No -gritó-. No soy judío -profundamente lastimado, sintiendo por primera vez ese impulso de arañar a ciegas cuyo síntoma fue que flexionó suavemente los dedos, como si los guardara y replegara hasta sentir el filo de las uñas en las palmas.
¿O’Hara es tu madre? -preguntaron.
Sí.
¿De dónde es?
De Cork. Cork en Irlanda.
Corcho -tradujo Mullahy, que sabía geografía-. Un corcho en el culo -mientras el Gato se movía inquieto en la penumbra, y luego, con repentina decisión, se anotaba el primer punto, su primera movida exitosa frente a la batalla inminente y la pregunta inevitable.
Mi madre es una puta -dijo sin afectación y así los demoró un instante, horrorizados, incrédulos o secretamente envidiosos de la audacia que permitía decir una cosa como ésa, capaz de hacer temblar el cielo donde planeaban con sus grandes alas membranosas las madres invulnerables y de precipitarlas en un monstruoso cataclismo.
Oyeron eso -murmuró Kiernan, indagando en la general consternación, en el silencio, en la distancia abierta que ahora sólo podía franquear un jefe.
Bueno, Gato -dijo Mulligan-. Bueno, Gato -dijo-. Eso me gusta. Sos el polaco, el franchute o el judío más cojonudo que conozco. Lo único que tenés que hacer ahora es pelear con uno de nosotros, después te dejaremos estar y hasta nos olvidaremos de tu vieja, aunque sea una yegua que coge.
No quiero pelear -repuso el Gato-. Estoy cansado.
No tenes que pelear conmigo, Gato, yo podría hacerte tiras con una mano atada. Vas a pelear con Rositer, que no tiene más que un buen juego de piernas, pero no pega con la zurda, y al fin y al cabo es un pajero.
Déjenme solo -dijo el Gato-. No quiero pelear con nadie.
Pero si te pegamos, Gato -dijo Mulligan-. Si yo te pego. No vas a hacer un papelón, y además tenemos que saber en qué lugar del ranking te ponemos, o vos te crees que esto es un quilombo.
No sé -dijo el Gato, y de pronto le vieron en la cara una sonrisa extraña, soñadora y cenicienta-. ¿No podríamos dejarlo para mañana? -tomándolos nuevamente de sorpresa.
Parecieron deliberar, sin decir nada, las preguntas y las respuestas iban y venían en el parpadear de un ojo, el tic de una mejilla, una larga y acalorada discusión sin palabras, hasta que nació un consenso, no el resultado de una votación democrática, sino del peso y la autoridad que fluían por sus canales naturales, hasta que los últimos remolinos de disentimiento se desvanecieron y el lago de la conformidad mostró su cara inocente y pacífica.
Está bien -dijo Carmody, porque esta vez fue él quien, frente a la pesada inmediatez de Mulligan, inclinó la balanza-. Está bien -desconcertado, sin saber por qué condescendía, si no era por el aguijón de lo nuevo e inesperado y en consecuencia teñido, aún en perspectiva, con algo de lo diabólico. Ahora, de todos modos, era el custodio de la voluntad general y se proponía hacerla cumplir.
Pero otros, por disciplinados que estuvieran en la aceptación de esa voluntad general se alarmaron. Sólo alguien que fuese absolutamente extraño a ellos, más, alguien que en verdad participara de la condición de un Gato, podía postergar una de piñas. Por lo tanto, pensaron, esto ya no era un juego, si es que alguna vez lo había sido.
Y así ocurrió que Carmody, después de imponer su punto de vista, quedó malparado, resbalando sobre un ilusorio punto de equilibrio, sintiéndose abandonado e incapaz de evitar nada de lo que pudiera seguir. Porque tal es la naturaleza de las inciertas victorias que se ganan sobre oscuros pálpitos del corazón.
Mulligan sintió volver la marea, esa honda corriente que hace el prestigio.
Eh, Gato -dijo-. Eh, ¿cómo es que llegas tan tarde al colegio?
El Gato lo miró de frente y algo parecido a una partícula de ceniza, un diminuto destello, pareció moverse en cada uno de sus ojos.
Estaba enfermo -respondió,
y ahora retrocedieron, como si temieran tocarlo. El Gato lo sintió, una fugitiva sonrisa volvió a jugar en su cara flaca y hambrienta; con asombrosa previsión se lanzó sobre ese fragmento de la suerte, lo arrebató, lo manejó como una pelota atada a una gomita.
Tiña -dijo, y sacudió la cabeza, y les mostró-. El que me toca se jode -tocándose, en honda burla y parodia de sí mismo.
De nuevo retrocedieron, sin dejar de mirar, y a la luz del crepúsculo creyeron ver en la cabeza del Gato manchas amarillas y grises, y más tarde Collins aseguró que eran como algodón sucio o flores de cardo. Todo el mundo comprendió entonces que la cosa sería más difícil de lo que pensaban, porque el corazón humano se resiste a golpear llagas infestadas o males escondidos, y la índole del obstáculo que ahora los frenaba era, más o menos, del mismo orden que impide o impedía en viejos tiempos levíticos que un hombre toque a su mujer en ciertos días.
Con la cabeza agachada el Gato subrayaba su ventaja y se reía por dentro, observándolos desapasionadamente desde sus ojos curvados hacia arriba, eligiendo a éste o aquél para los futuros días de la retribución y del placer gatunos, porque no menospreciaba la caza ni ignoraba las mudanzas del tiempo.
Los puños se abrieron, ola tras ola de placer desaparecido, de legítima excitación robada escalaron como nubecitas de humo las vertiginosas paredes. En mitad de ese asombro sonó la campana llamando a cenar. Formaron sin ganas contra la pared del comedor, bajo los ojos saltones e inyectados del celador de turno que -certeros para atrapar el motivo central de cualquier desgracia- llamaban la Morsa, por esos dos incisivos que, como largas tizas, quedaban siempre a la vista, aun cuando cerrara la boca. Sin que nadie se lo indicara, el Gato encontró su lugar en la fila, y ese lugar que encontró sin previo ensayo le cuadraba perfectamente de modo que ahora quedaba inadvertido entre Allen y O’Higgins, aunque la fila entera sentía su presencia impune como un ultraje.
Después del rezo, el Gato comió despacio. Bajo la lámpara de pantalla verde, entre los azulejos y sobre las mesas de mármol, en esa enfermiza y espectral blancura que daba al comedor el aire de una sala de hospital, su aspecto no mejoró. Parecía más enfermo, ladino y gris, incómodo para mirar, irradiando esa escandalosa certeza de que uno no podía ser él, bajo ninguna circunstancia y mediante ningún esfuerzo de la imaginación, mientras que podía ser Dashwood, o Murtagh, o Kelly, casi sin desearlo, como en efecto ocurría a veces. Su ajenidad era abominable, y los seis chicos sentados con él en la última mesa, que eligió con la misma precisión con que había tomado su lugar en la fila, apenas se decidían a comer. El guardapolvo nuevo del Gato brillaba con un lustre metálico y verdoso, usaba corbata negra y el cuello de su camisa estaba arrugado. Pero lo que más impresionó a los que realmente se atrevieron a inspeccionarlo fue el largo, largo cuello, y la forma en que se arrugaba cuando ladeaba de golpe la cabeza, y el espectro, el fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un bigote gris. Era feo el Gato.
Luego los platos y las fuentes quedaron vacíos, y todos los ojos vacíos miraron al frente, y a una sola señal de la Morsa, la conversación murió. Exteriormente, nada había ocurrido. Sin embargo, en el alma misma del rebaño acababa de producirse un cambio. Silenciosamente, entre el primero y el séptimo y el último bocado de la sémola friolenta, blancuzca, apelmazada que noche a noche mantenía al pueblo con vida, sus líderes fueron derrocados, mediante un proceso desconocido inclusive para ellos. Mulligan y Carmody lo supieron, aunque nadie dijo una palabra. Habían fallado ante su gente, y otros desconocidos aún, ocupaban sus lugares. Así debía ser. El pueblo no quedaba ligado por la palabra dada en un momento de debilidad por un sentimental fracasado como Carmody.
¿Lo adivinó el Gato? Apenas tragó la última cucharada, sus pies comenzaron a moverse sin ruido, pedaleando sobre el piso en un estacionario corre-corre-corre, como un ciclista que se entrena o un boxeador haciendo sombra contra el cercano futuro que se agranda, zambulléndose en la corriente de los hechos, siendo arrastrado cada vez más lejos por su propia ansiedad, corriendo en una amortiguada pesadilla.
La Morsa lo sintió también mientras rondaba el callado comedor, poniéndose cada vez más colorado, sintiendo la necesidad de decir algo, oliendo oscuramente el aire asesino, enfureciéndose, hasta que al fin se paró frente a todos y barbotó:
¡Pórtense bien, ustedes! ¡O les rompo el alma a patadas!
Y de este modo se expuso a un silencio ridículo.
Salieron al patio y la noche y volvieron a ponerse en fila. Había en el aire un mensaje de los campos tras las altas paredes, un aroma dulzón que el Gato sintió, y entonces miró al cielo que en ese preciso momento, siete de la noche, fines de abril de 1939, ostentaba una Cruz majestuosa y una proliferante Argonave.
Pero el suelo era de piedra, grandes lajas de pizarras grises o celestes, pulidas por el tropel de las generaciones hasta un hermoso acabado de finas vetas, extendiéndose lejos hacia las gráciles arcadas de los claustros que brillaban casi blancos contra el mar de sombra que empezaba detrás. En algún momento del día había llovido, quedaban charquitos de agua en las hondonadas de la piedra, y el Gato los cotejó contra las suelas de sus botines nuevos, mientras algo todavía refrenaba a la Morsa, que no daba la orden de romper filas, y por un momento pareció que volvería a hablar, pero al fin se encogió de hombros, dio la orden y el Gato saltó.
Saltó, otros dicen que voló por encima de sus cabezas, elevándose tal vez dos yardas, y la fuerza de su quemante impulso lo llevó hacia adelante como en un sueño, planeando, cinco, diez yardas, navegando sobre su flotante guardapolvos hasta que al fin tocó la piedra y las punteras de fierro de sus botines arrancaron de la dormida piedra un chaparrón de chispas, un doble chorro de fuego, signo por el cual fue reconocido más de una vez en esa larga noche, cuando ya parecía haber desaparecido para siempre. ¡Fogoso Gato! ¡Tu terrible desafío aún vibra en mi memoria, porque yo era uno de ellos!
¡Pero qué fue más admirable, ese espantoso salto, o la serena determinación con que Irlanda mandó al frente a sus guerreros! Fácilmente se desplegaron, casi a paso de marcha, Dolan en una punta, Geraghty en el centro, el pequeño pero ingenioso Murtagh a retaguardia, y este único y sencillo movimiento bloqueó todas las posibles retiradas y siguió invisible hacia adelante, entre la renovada prestidigitación del dinenti y el candor del hoyo-zapatero y las conversaciones que disimulaban todo, de suerte que ni siquiera los ojos adiestrados de la Morsa (siempre al acecho de algo que mereciera castigo excepcional) vieron otra cosa que ese enloquecido chico nuevo, el Gato, que como un rayo pasaba en diagonal hacia el claustro de la derecha.
En algún lugar del patio se oyó el sonido de la armónica, que Ryan tocaba en un agudo bailarín y gozoso, como un pífano guerrero, alentando la fiebre del combate. A la izquierda Murtagh corrió un poco, apenas lo bastante para taponar la galería entre los claustros, y llegó a tiempo para ver la sombra del Gato, a sesenta yardas de distancia en el extremo opuesto.
El Gato probó allí la primera cucharada de un amargo dilema. A su derecha estaba la puerta abierta de la capilla, exhalando un enfermizo olor a cedro, cirios y flores marchitas. Se asomó y vio a un cura muy viejo arrodillado ante el altar, murmurando una oración o, tal vez, durmiendo en voz alta, con los ojos cerrados. A su izquierda el largo corredor, con una puerta de vidrio que daba a la rectoría y la agazapada sombra de Murtagh en contraluz. Y al frente, una escalera que se internaba en la oscuridad. Subió ciegamente.
Murtagh abrió una ventana de la galería y con el pulgar hacia arriba hizo una seña a Geraghty, que aguardaba sin prisa en el centro del patio. Geraghty, a través de anónimos mensajeros, comunicó la novedad a Dolan, que se había quedado muy atrás, a la derecha del largo semicírculo de cazadores, y sobre quien había descendido silenciosamente el águila del mando. Dolan reflexionó y dio sus órdenes. Mandó a Winscabbage, que era estúpido pero de anchas espaldas, a retener la encrucijada que tanto había desconcertado al Gato e impedir a toda costa su regreso. Después transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias disposiciones, y Murtagh llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se quedara allí y gritara si venía el Gato, porque el pequeño Dashwood no podía pelear a nadie, pero era capaz de exorcizarse los propios demonios del aullido. Hecho esto, la línea entera se replegó, mientras los jefes se reunían para deliberar y escuchar el consejo de Pata Santa.
Pata Santa Walker tenia una pierna más corta que la otra, terminada en un botín monstruosamente alto, rígido, inanimado como un tronco muerto que arrastraba al caminar, y una noble cara afilada y olivácea de ojos visionarios. No era un líder y nunca podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no de pobres chacareros de Suipacha, pero la intensidad y concentración de sus ideas lo sustraían al círculo de la piedad en que otros simples desgraciados -un epiléptico y un albino, dos rengos más y un tartamudo- chapoteaban.
A Pata Santa le sobraba tiempo para pensar mientras los demás jugaban al fútbol o al hurling, y los líderes tenían que escucharlo.
Subirá al dormitorio -vaticinó como si realmente estuviera viendo al Gato-, y después irá hacia atrás.
¿Y después?
Puede aparecer a nuestra espalda. Si lo dejamos bajar, lo perdemos. Se convierte en uno de nosotros.
Hay que mantenerlo arriba -concordó Murtagh.
Dolan mandó a Scally y Lynch a cubrir las otras dos salidas del patio.
El Gato estaba ahora en una trampa. Cuatro lados, cuatro ángulos, cuatro escaleras, cuatro salidas, todas custodiadas. Moviéndose cautelosamente en la oscuridad, encontró un descanso y una puertita de madera que daba al coro. Se asomó y vio una vez más el altar, el cura inmóvil, el Cristo sangrante y repulsivo y el par de arcángeles de plumas azules sosteniendo candelabros eléctricos. En el coro había un órgano empinando la silueta en la penumbra y rosetas de vidrio que daban a alguna parte de la noche y del cielo. Pero algo ajeno a él mantenía al Gato en movimiento; retrocedió, siguió subiendo y volvió a encontrarse en los ángulos rectos de la decisión. A su izquierda había una larga serie de puertas que se abrían sobre un pasillo; a su derecha, un dormitorio con dos hileras de camas blancas. Se acurrucó, reflexionó, después, caminó sigilosamente por el desierto dormitorio, la interminable perspectiva de camas. No había luz, salvo dos bombitas de veinticinco vatios, separadas por cincuenta pasos, como dos grandes gotas traslúcidas de sangre. El Gato se asomó a una ventana, vio un parque con luz de estrellas, oscuros pinos y araucarias, el portón de entrada por donde había venido con su madre y, más lejos, el blanco camino pavimentado y la señal del ferrocarril que cambiaba de rojo a verde. Así que ése es el sur, pensó, pero no exactamente el sur. Bajó la vista al camino de guijarros; la distancia era siete u ocho veces la altura de su cuerpo, y de todas maneras él no quería volver al sur. Ahora trató de recordar el aspecto que tenía el edificio cuando lo vio por primera vez esa tarde, pero no pudo, y maldijo la estéril emoción que bloqueaba ese recuerdo. Su madre iba de regreso al pueblo en un tren lejano.
En el patio la Morsa se paseaba frenéticamente, persiguiendo la persecución, exigiendo una parte en la invisible ceremonia, pero cada movimiento sospechoso resultaba pertenecer a un juego inofensivo que, cuando se paraba a preguntar, se le aferraba en forma de otras preguntas inocentes, dirigidas en debida y respetuosa forma a un superior y adulto, robándole tiempo y atención, embotando su iniciativa y de ese modo impidiéndole ubicar la zona donde verdaderamente transcurría el mal. En eso también la comunidad era astuta, su población civil distraía al enemigo o al intruso. Y así la Morsa no descubrió nada y supo que no iba a descubrir nada a menos que mentalmente pudiera identificar al jefe, pero apenas pensó en Carmody lo vio a cuatro pasos de distancia, cambiando el Pez Torpedo por Bernabé Ferreyra, y en seguida vio a Mulligan junto a la pared midiendo con la palma chata sobre el suelo las chapitas de la arrimada. Así que maldijo en voz baja, sabiendo que debía esperar casi una hora antes de tocar la campana para el rosario, y volvió a maldecir contra la luz fangosa del patio e incluso contra esas viejas piadosas y amarretas de la caritativa Sociedad de San José. Fue entonces cuando en el centro del patio estalló una falsa gresca, y al amparo de esa conmoción Dolan y sus secuaces de derramaron por la escalera posterior de la derecha, mientras Murtagh y los suyos iban por la izquierda seguidos por la armónica que alternaba el fino sentimiento de Mother Machree con el denuedo de Wear on the Green.
Arriba el Gato siguió avanzando hasta encontrarse nuevamente en un ángulo recto, en un rellano, mirando hacia abajo, a la sombra, y queriendo tomar una decisión. Bruscamente resolvió probar las defensas allí y bajó como una catarata.
Desde el centro del patio, donde la ilusoria pelea se desvanecía rápidamente en presencia de la Morsa, la escena se vio así: primero hubo un grito penetrante, luego un breve choque, y en seguida el pequeño Dashwood salió despedido, pateando y gimiendo como un cachorro loco. En el acto se formó a su alrededor un círculo, y entonces todos observaron la marca del Gato: una serie de profundos rasguños, paralelos y sangrientos, en su mejilla derecha. McClusky y Daly ocuparon silenciosamente su lugar, mientras otros lo llevaban al surtidor para lavarle la cara y oírle decir:
¡Le pegué! ¡Le pegué! ¿No me quieren creer?
Se corrió la voz: el Gato había golpeado. Ahora las caras estaban sombrías, pero nadie perdió su valor.
Tras enfrentar y aporrear a Dashwood, el Gato desanduvo su camino. La pelea estaba ahora dentro de él, se derramaba por su sangre en una incesante, incontenible filtración. Sentía su propio olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo al golpear la tierra, y un deseo casi intolerable de matar y huir, de hacer frente y volver a golpear y huir nuevamente, que le inundaba el cerebro y lo dejaba a merced de oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo. Se sentía transportado y repelido, se agazapaba y se zambullía y se ocultaba y volvía a cargar sin un momento de reflexión, nadando en esa poderosa corriente de miedo y de odio mientras dejaba atrás otro pasillo y otra hilera de puertas que probó y encontró cerradas con llave menos una, fileteada de luz, que filtraba una música lánguida y envolvente, y que no quiso probar. Escuchó allá delante un tropel de pasos, se apelotonó y rodó al interior de un baño, el hedor de una letrina, y oyó pasar voces amortiguadas y llenas de excitación, "Por aquí, tiene que haber venido por aquí". El Gato adivinó que enseguida volverían, las aletas de la nariz empezaron a temblarle, llegó a pensar Aquí no, y salió antes que la red terminara de cerrarse.
Lo vieron, giraron sin prisa, como si estuvieran seguros de que ahora no podría escapar. Ese pausado movimiento asustó más al Gato que una arremetida, y aun antes de volver a saltar comprendió por qué: habían dejado un retén en el descanso. Eran dos y lo esperaban, sólidos, inconmovibles, sin miedo, con las piernas bien separadas, los puños enarbolados. "Venga, gatito" dijo uno. "Vamos, minino, ahora tiene que pelear." Vio la brecha entre ambos y se zambulló, y ese movimiento tan simple volvió a tomarlos desprevenidos porque eran peleadores a golpe de puño que no concebían otro tipo de lucha.
El Gato cayó sobre el codo derecho y el hueso propagó por todo su cuerpo un instantáneo ramaje de dolor. Sus perseguidores se habían precipitado sobre sus piernas y no sólo lo golpeaban a él sino que se daban entre ellos. Ahora el Gato estaba parado, arrastrando a uno que se aferraba a su guardapolvo, y los demás venían a toda carrera. El Gato hizo un solo movimiento con la cabeza, una breve media vuelta, y el hueso de la frente chocó en carne blanda, que podía ser una mejilla o un ojo. El otro chico no gritó ni soltó el guardapolvo hasta que se desgarró, y ese gran pedazo de tela gris fue Llamado la Cola del Gato y llevado en triunfo desde entonces como un trofeo, un estandarte, un anuncio de la próxima victoria.
Pero el Gato estaba libre y corría hacia una puerta, y detrás de la puerta otra larga sala penumbrosa con dos hileras de camas, y mientras corría, de una cama tras otra se alzaban espectrales sombras que se sentaban y lo miraban con ojos huecos como los muertos saliendo de sus tumbas, y fue entonces cuando sus ferrados botines volvieron a arrancar de los mosaicos de la enfermería un doble surtidor de chispas y por primera vez imaginó que eso no estaba ocurriendo, pero no se paró, una nueva inyección de pánico se resolvió en otro gigantesco salto y de ese modo había llegado a la cuarta esquina en lo alto del mundo.
En el patio la Morsa se había apoderado de Dashwood y lo sacudía sin conseguir que hablara o por lo menos que dejara de balbucir una absurda invención de haberse golpeado contra una pared. Lo dejó parado en el centro del patio y por un momento pensó en llamar en su ayuda a Dillon que estaría en su pieza leyendo novelas policiales o escuchando valses en su viejo fonógrafo, pero no lo llamó. Puedo arreglarme, pensó. Y luego: Yo les voy a enseñar, poniéndose al acecho en uno de los claustros hasta que vio una sombra que cruzaba silenciosamente la arcada, diez pasos más lejos. Corrió tras ella, atrapó a Murphy por el cuello y lo abofeteó en la oscuridad. Murphy chilló y la Morsa volvió a abofetearlo.
¿Así que se divierten, eh? ¿Dónde están todos?
¿Quiénes? -gimió Murphy-. ¿Quiénes?
No te hagas el imbécil. Los que persiguen al nuevo.
No sé nada -dijo Murphy-. Tengo que vestirme para la bendición.
Ah, sí -dijo la Morsa dándole un coscorrón en la cabeza.
¡El padre Keven me espera! -chilló Murphy.
Ah, sí -dijo la Morsa, y entonces otra voz a su lado dijo-: Ah, sí -y vio la mandíbula de fierro y los ojos helados del padre Keven que con la estola en la mano lo miraba desde la puerta de la sacristía-. Véame mañana, en la rectoría -mientras acariciaba suavemente a su lastimado monaguillo.
Dolan y su estado mayor aguardaban en el cuarto descanso. Oyeron el tumulto en la enfermería y de golpe el Gato apareció cruzando la puerta, se paró y se quedó mirándolos.
Hola -dijo Dolan, que no era alto, pero sí era fuerte y tenía ojos pardos en una cara cuadrada y maciza como la de un bulldog, con un mechón de pelo amarillo, caído sobre la frente, que se sacudía cada vez que hablaba-. Hola -dijo.
Me doy por vencido -jadeó el Gato.
Al oírlo todos se echaron a reír.
Peleo con el que quieran -dijo.
No habrá pelea -dijo Dolan-. Te dimos una chance y no quisiste. ¿Sabes lo que habrá? Te desnudaremos hasta el hueso.
Uno de ustedes tiene que pegar primero -propuso el Gato-. Déjenme pelear con ése.
¿Para qué?
Para que vean que no le tengo miedo a ninguno.
Volvieron a reírse y sin embargo un cuña había penetrado en ese sólido frente, el desafío colgaba como un trapo rojo y el grupo empezó a disolverse en individuos y a deliberar en silencio como antes, mientras el Gato se movía sin moverse, se deslizaba casi imperceptible y resbaloso y gris hacia una puerta oscura, lenta pero rápidamente mejorando su posición, sintiendo contra la espalda la dura pared que le daba una nueva seguridad, la promesa de un redoblado brinco, pero sin quitar los ojos de Dolan, que ahora vaciló un instante, y eso bastó para que alguien saltara al frente diciendo:
Déjenme, y antes que Dolan pudiera oponerse hubo una gran ovación que sólo fue quebrada por el Gato mismo, alzando una mano y ordenando casi a los demás que retrocedieran, cosa que hicieron casi con pesar sintiendo una absurda salpicadura de autoridad que de pronto emanaba del Gato quien al fin se había colocado en guardia, lúgubre y sereno y plantado con justeza, y entonces todos vieron el buen estilo y el perfil medido, el puño izquierdo alargado casi con despreocupación, el dorso del derecho levemente apoyado en la base de la nariz bajo los ojos deslumbradoramente vivos, el Gato que empezaba a girar en círculo alrededor y alrededor de Sullivan, hasta que su espalda estuvo contra el oscuro hueco de la puerta, y entonces simplemente caminó hacia atrás y se fue, jugándoles la última pero más fantástica broma de esa noche.
Aquel refugio final era el lavadero, una gran habitación cuadrada y sofocante con una sola puerta y una ventana en la que se recortaban sombrías arboledas. En el centro se erguía una enorme máquina de lavar cuyos cilindros de cobre brillaban suavemente en la luz almacenada y reflejada por montañas de sábanas que se alzaban desde el piso hasta el techo exhalando un ácido olor a sueño, transpiración y solitarias prácticas nocturnas. El Gato tropezó, cayó, se hizo una pelota y salió convertido en fantasma hacia la ventana, guiando la caliente ola de persecución que de pronto inundó la estancia con un sordo reverbero de pasos y de gritos. Casi en un solo movimiento abrió la falleba y trepó al antepecho. Una mano lo sujetó, pero ya saltaba hacia la vertiginosa oscuridad.
Diez minutos antes de lo establecido la Morsa tocó la campana llamando a bendición y empezó a meter a todo el colegio en la capilla, casi por la fuerza, yendo y viniendo con prisa frenética a lo largo de la fila, gruñendo y matoneando, "Vamos, vamos, pronto", sin detenerse a contarlos, "Pronto, no se queden dormidos", mientras rezagados y desertores de la cacería volvían trotando y se incorporaban sin ser interrogados, porque mañana habría tiempo para eso, para la distribución de culpas y castigos que esta vez, se prometió apretando los dientes, haría temblar a las piedras, "Pronto, dije", dando un coscorrón al último y allá adelante Murphy prendía las velas del altar mientras el padre Keven salía en oro y esplendor mirando desconfiado hacia la puerta y Dillon bajaba la escalera ajustándose la corbata para recibir su turno con la cara llena de sueño y de estupor.
Después te explico -le dijo-, y empezó a subir por el camino del Gato.
Debajo de la ventana del lavadero había una leñera con techo de chapas que resonó como un cañonazo bajo el impacto del Gato, poblando el aire nocturno de chillidos de pájaros y remotos ladridos de perros. Mientras se incorporaba sintió que se había recalcado el tobillo y recordó la mano que lo había sujetado desviándolo de su línea de equilibrio. Resbaló cautelosamente por la pared del cobertizo, vio las caras blancas de sus perseguidores allá arriba en la ventana y mientras rengueaba hacia un alto cerco de alambre oyó la campana en la capilla que llamaba a bendición, como la serena voz de Dios o como esas otras voces dulces que a veces se oyen en sueños, incluso en los sueños de un Gato.
En el oscuro centro del patio, el pequeño Dashwood estaba olvidado. Sabía que la caza continuaba porque no había visto regresar a los líderes.
Pe un momento deseó correr a la capilla, arrodillarse y rezar con los demás, unir su voz al coro rítmico y cálido que en elogio de la Santa Virgen María brotaba ahora de la puerta en ondas mansas y apaciguadoras. Pero nadie lo había relevado de su deber. Además, estaba herido en combate y quería saber cómo terminaba. Acalló sus temores y empezó a deambular por el vasto edificio, buscando una señal o un ruido.
Desde el lavadero, Dolan vio al Gato que se alejaba en la sombra. A su espalda se ataban sábanas para formar una larga cuerda, mientras Murtagh y otros bajaban corriendo la escalera y saldrían por los fondos en, quizás, treinta segundos. La lucha no había concluido.
Amargado, sombrío, sentado en una pila de sábanas, Walker callaba y despreciaba. De puro pálpito, gracias a una imaginación infatigable y certera, había conseguido estar en el lugar de la batalla en el momento justo, para que ese montón de imbéciles la dejara evaporarse. No podía correr, como había hecho Murtagh, no podía volar, como en ese mismo instante estaba haciendo Dolan, sólo podía pensar. Tardaría más de cinco minutos en bajar la escalera y salir por el fondo. Su rostro se desfiguraba en una mueca de tormento espiritual al ver cómo los dioses se perfilaban nuevamente contra él.
El Gato no trató de saltar el cerco. Una sola mirada, dada por el tobillo lastimado, el dolor incluido en el circuito de visión, le demostró que era inútil. Además, detrás del cerco estaban el mundo y su casa, adonde no quería volver. Prefería jugar su chance aquí. Se tendió tras una pila de cajones, apoyando la cara en el pasto dulce y frío, y a través de los resquicios de la pila vio los guerreros que se derramaban por el campo, desde el frente y desde el fondo, y luego a Dolan que bajaba flotando como una enorme araña nocturna en su plateado hilo de sábanas. De los vitrales de la capilla venía un manso arroyo de palabras extrañas, destinadas quizás a condoler y aplacar
Turris ebúrnea
Pray for us!
pero el Gato no se sintió condolido ni aplacado.
El pequeño Dashwood había encontrado su camino hacia la puerta del frente y salió al penumbroso parque de pinos y araucarias. Ahora temblaba un poco porque estaba completamente solo en un mundo exterior cuyas reglas ignoraba. Nunca se había atrevido a ir tan lejos. De golpe lo asaltó una aguda nostalgia de su madre. No se oía otro ruido que el sordo retemblor de un camión en la ruta o el chistido más agudo de las gomas de un auto, hasta que repentinamente todas las ranas se pusieron a cantar. Dobló hacia la izquierda, canturreando él también, en voz muy baja, para no tener miedo.
Los cazadores se habían desplegado en un amplio semicírculo cuyos extremos se apoyaban en el cerco. Dolan les ordenó algo mientras examinaba el terreno. Vio a la izquierda un gran tanque de agua sobre pilotes de cemento; chorreando sonoramente su exceso en una charca; en el centro, oscuros matorrales; a la derecha, una pila de cajones. En algún lugar de ese semicírculo de ochenta yardas de diámetro debía esconderse el Gato, pero no tenían que apretujarse alrededor sino formar una barrera en terreno despejado hasta encontrar un método que lo sacara de su escondite. Se sentó en el pasto y encendió un cigarrillo mientras pensaba.
En la capilla el padre Keven mostraba la custodia a un soñoliento auditorio. Era un hombre áspero, con una úlcera que lo roía especialmente durante los oficios divinos, lo que sin duda era debido al enfermizo olor del incienso. El celador Dillon miró su reloj y se ubicó junto a la entrada.
La Morsa recorría a la inversa la ruta de la caza. En el descanso del lavadero pasó junto a una sombra acurrucada en la oscuridad, sin verla. Era Walker que había agotado la tortura de la cavilación y se sentía nuevamente guiado por una furiosa certeza que en seguida volvió a ponerlo en movimiento, arrastrando escaleras abajo su pata inútil y pesada como una culpa, tomándose de la baranda y dejándose caer escalón por escalón.
Cuando la Morsa entró en la enfermería, los enfermos se alzaron unánimes en una ola llena de índices y exclamaciones que por supuesto lo mandaron en la dirección equivocada, y cuando lo vieron irse se arracimaron nuevamente junto a una ventana lateral que les permitía observar algo de lo que ocurría abajo. La Morsa bajó por la otra punta del edificio, salió al campo, ambuló, perdido, rumbo a la desierta cancha de paleta.
El Gato vio apagarse las luces de la capilla, después del destello de agonía de los cirios del altar, sintió un flujo de movimiento hacia arriba, una tibia corriente de vida que ascendía rumbo al sueño por sus cauces prefijados, dejándolo solo, él y sus enemigos, ese oscuro círculo señalado de tanto en tanto por la brasa de un cigarrillo. Una raya instantánea de luz recorrió las ventanas superiores del dormitorio. Entonces Dolan dio una orden y una rala hilera de exploradores comenzó a converger sobre el escondite del Gato, mientras los demás se aguantaban en campo descubierto.
El Gato miró hacia el este, vio un manchón de luz cenicienta entre las ramas bajas de los árboles. Estaba saliendo la luna. Su mano apretaba una piedra del tamaño de una manzana mientras el terror volvía a cabalgarle en la sangre.
En el parque, Dashwood se había cansado y extraviado. Su hermosa cara estaba desfigurada por el zarpazo del Gato, la sentía inflamada y dolorida. De tanto en tanto había creído oír los ecos de la caza, un grito, un acorde suelto de la armónica, pero siempre se había equivocado. Las campanadas de la bendición quedaban muy atrás, entre sus recuerdos de ayer y del pasado en general. Ese corte en el flujo de la realidad lo asustó: bruscamente sintió ganas de correr hacia el camino y no volver más, nunca más. El edificio del colegio se alzaba como un dragón alto y sombrío con su reluciente dentadura de luces en los dormitorios. Quería que su madre lo hiciera dormir. De pronto se sintió muy triste y se sentó en el pasto, metió la mano en el pantalón y empezó a acariciarse. Eso le dio consuelo, una especie de indefinida felicidad, como flotar muy alto sobre los campos y los pueblos, liviano como un chajá que baña su plumaje en la luz del sol y la altura de las nubes, un placer sereno que nunca llegaba a culminar, porque era muy chico para eso, pero ya no le importaba que el dragón avanzara sobre él con sus dientes amarillos y lo devorase.
La parábola de la piedra estuvo medida al centímetro. Silbó aguda en la noche, sin que nadie la oyera salvo el Gato, hasta que chapoteó sordamente en la charca debajo del tanque. Entonces ya nadie quiso escuchar las órdenes y maldiciones de Dolan, el círculo se fundió en una única embestida, la red se disolvió en una sola ola de excitación y coraje, y hasta la armónica asumió los primeros compases de la Carga de la Brigada Ligera, alegrando inclusive el corazón del Gato que ya se arrastraba invisible hacia la leñera, empujaba la puerta entreabierta, se confundía con la tiniebla que olía a humedad y piquillín, a sarcasmo y a refugio.
Allí su suerte lo alcanzó. La puerta se abrió de un golpe o de un grito, y allí estaba Walker, recortado en la luna, arrastrando su pata santa y su quemante aliento, la cara saturnina brillando con la luz de la verdad y la revelación. El Gato se ordenó saltar, pero en cambio gimió, atrapado en el aura supersticiosa que emanaba de su verdugo, en la ley que ordenaba que el más pesado y lento de todos, el que no podía correr ni volar, lo reclamara como presa.
Cuando llegó al lugar Richard Enright, 23 años, por mal nombre la Morsa, la batalla había sido librada, y ganada y perdida. Las sombras de los guerreros seguían filtrándose por las entradas del edificio dormido y la luna brillaba sobre la forma casi insensible del chico que desde entonces llamaron el Gato, tendido sobre el pasto, diciendo palabras que Enright no intentó comprender. El celador lo miró, terriblemente golpeado como estaba, y comprendió que ya era uno de ellos. La enemistad de la sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades. En diez días, en un mes, se convertiría realmente en un gato predatorio al acecho de tentadores pajaritos. Los aguardaría en un pasillo oscuro, detrás de la puerta de un baño, escondido en un matorral, y golpearía. Si le daban botines de fútbol, trituraría tobillos; si le daban un palo de hurling, apuntaría astutamente a las rodillas. Con un poco de libertad, con un poco de suerte, con un poco de la fiebre del deseo, con un relumbre de la gloria de las batallas, el águila del mando bajaría a su turno sobre él. Y sin embargo Enright sabía que el alma del Gato estaba llagada y sellada para siempre. Trató de imaginar lo que sería cuando fuera un hombre, trató de inducir alguna ley más general. Pero no pudo, no era demasiado inteligente y al fin y al cabo no era cosa suya.
Vamos, pibe -le dijo tomándolo de la mano, ayudándolo a levantar, aguantándose firme contra la mirada fija y sangrienta con que un solo ojo del Gato lo miraba-. Vamos -palmeándole la espalda, como los demás lo palmearían mañana, la semana que viene-. Parece que perdiste el camino al dormitorio.
El Gato sollozó brevemente, después retiró la mano.
Puedo caminar solo -dijo.
Traducción - italiano IRLANDESI CHE INSEGUONO UN GATTO
Il ragazzo che più tardi avrebbero soprannominato Gatto apparve senza preavviso contro la parete nord del patio, durante l’ultimo intervallo prima di cena. Nessuno sapeva da quanto tempo stesse accoccolato alla finestra del corridoio che collegava i chiostri. In realtà, nulla doveva fare in quel luogo, perché aprile stava finendo e le lezioni erano iniziate già da un mese, divorando l’ultima luce del fastidioso autunno interrotto da lunghi e noiosi periodi di pioggia. Stava facendo buio e il patio era molto grande, riempiva lo stesso cuore dell’enorme edificio eretto negli anni Dieci da pietose dame irlandesi. La penombra e il vasto spazio, che nemmeno centotrenta fanciulli intenti ai loro giochi avrebbero potuto rimpicciolire, spiegano perché nessuno lo avesse visto prima. Questo anche grazie alla stessa natura misteriosa del nuovo venuto, che lo spingeva a rimanere distante e nascosto, con la sua faccia grigia e il suo grembiule grigio contro l’ombra della parete più lontana dalla mensa verso la quale, insensibilmente, erano scivolate negli ultimi venti minuti le biglie, il battimuro e la payana .
Il ragazzo sembrava malato, il suo viso era come un limone acerbo spolverato di cenere. Non aveva ancora compiuto dodici anni, era molto magro e i primi che gli si avvicinarono videro nei suoi occhi un brillare febbrile. Aveva una maniera di muoversi strana, inumana, fatta di scatti bruschi e fiammate di passione, o qualsiasi cosa fosse, misti al più sottile e sfuggente allontanarsi di un corpo sinuoso ed evasivo. Era alto, ma poteva sembrare molto più piccolo grazie a un solo movimento, apparentemente, dei fianchi e delle spalle, come se non avesse scheletro nonostante la sua magrezza. Tutto ciò risultava inquietante ed offensivo.
Questo ragazzo, che più tardi avrebbero chiamato “il Gatto” e che in poche ore stava per rivelare una parte così inaspettata della sua natura felina, aveva viaggiato la maggior parte del giorno, e tutto il giorno e tutta la notte precedenti, poiché viveva lontano, con sua madre che stava invecchiando, la quale aveva tagliato i ponti dell’affetto e, portandolo in collegio, lo metteva al mondo una seconda volta, tagliava un cordone ombelicale incruento e secco come un ramo, e se lo toglieva di torno per sempre. È vero, all’ultimo momento, quando lo lasciò nella canonica con padre Fagan, riuscì a versare qualche lacrima e a baciarlo teneramente, ma il fanciullo non si lasciò incantare, prché egli stesso pianse un poco e la baciò, e sapeva perfettamente che tali gesti non sono così importanti al di fuori del momento o del luogo che li provocano o stimolano.
Nella mente del ragazzo predominava un persecutorio ricordo di sentieri fangosi sotto una luce giallo miele, di piccole case che svanivano e di file di alberi che sembravano mura di città bombardate; perché tutto ciò era accaduto continuamente davanti ai suoi occhi durante il lungo viaggio in treno e si era immerso nella sua anima in modo tale che anche di notte, mentre dormiva cullato dagli scossoni sulla panca di legno del vagone di seconda classe, aveva sognato quella combinazione semplicissima di elementi, quel misero e monotono paesaggio in sui sentì dissolversi allo stesso tempo tutte le sue idee e i suoi sogni di distanza, di cose strane e sconosciute e gente affascinante. Ora la sua disillusione aveva le dimensioni dell’instancabile pianura, e questo era più di ciò che osava abbracciare con il solo pensiero.
Esigenze più urgenti sopraggiunsero poi a liberarlo. Padre Fagan lo mandò da padre Gormally, e questi lo condusse sulla soglia del cortile murato, immerso, fondo come un pozzo, circondato sui quattro lati dalle immense pareti che lassù ritagliavano una lastra metallica di cielo coperto – quelle pareti terribili, rampicanti e vertiginose – e gli mostrò i centotrenta irlandesi che giocavano, e quando tornò ad osservare le pareti verticali, lui che non aveva mai visto altro se non la pianura con le sue rannicchiate fattorie, una sensazione di totale angoscia, terrore e solitudine lo invase. Fu soltanto un’esplosione di puro sentimento, che gli fece accapponare la pelle, qualcosa di simile a ciò che sente la pelle di un cavallo quando percepisce un giaguaro all’orizzonte. Forse comprese che di lì a poco avrebbe conosciuto la gente della sua razza, alla quale suo padre non apparteneva e della quale sua madre non era altro che uno scarto. Li temeva profondamente, come temeva sé stesso, come temeva quei lati nascosti di sé che fino ad allora si manifestavano soltanto in forme fugaci, come i suoi sogni o i suoi insoliti attacchi di collera, o il particolare modo in cui a volte diceva cose apparentemente banali, ma che tanto turbavano sua madre.
Tuttavia, a prima vista sembravano completamente inoffensivi quei ragazzini contadini, lentigginosi, dai capelli rossi, con unghie e denti sudici, tasche rigonfie di biglie, calzini marroni che pendevano fiaccamente sotto le ginocchia, con i loro stivaletti gialli Patria le cui punte erano consumate per l’abitudine di calciare pietre, lattine e palloni da calcio, piante, radici degli alberi e perfino le loro stesse ombre; gambe forti e robuste ben calzate in quei pesanti stivaletti distruttori, cacciatori, che uno (lui) vedeva istintivamente puntati verso le sue caviglie o la parte morbida del ginocchio, dove il liquido si raccoglie e si gonfia per settimane.
Lì stava, ora, il Gatto intrappolato,contro una finestra, e ovviamente le prime parole che pronunciò Mulligan, che sembrava comandare il gruppo, quando lo vide lì accoccolato, pronto per saltare ma senza volerlo fare, senza voler lottare né parlare, la prima cosa che disse Mulligan, forse nella sua lingua, forse in quella di sua madre che egli misteriosamente comprendeva, fu:
-Ehi, somiglia a un gatto,
e quando ebbe ottenuto la ragionevole parte di riconoscimento e di risate, e il soprannome fu appioppato per sempre al ragazzo che da quel momento chiamarono il Gatto, inciso nel suo cuore o nella parte più ricettiva al castigo o alla burla, in ogni parte che si aprisse come un taglio per accogliere il coltello (perché la ferita è lì prima che il coltello arrivi, la parte morbida prima di quella dura, la carne prima della lama), quando fu così marchiato e consapevole di ciò che era, qualcuno, che avrebbe potuto essere Carmody, Delaney o Murtagh, disse:
-Come ti chiami, amico?,
guardando il terreno, familiare per loro e sconosciuto per lui, perché sospettava che una domanda così ovvia avesse un significato nascosto, per cui non era affatto una domanda semplice ma una vitale, che lo metteva in discussione e su cui doveva riflettere prima di rispondere, prima di seguire, come fece, un percorso obliquo e propiziatorio, prima di rispondere
-O’Hara- come rispose.
Ma il nome che egli pronunciò non volle penetrare, semplicemente galleggiò come una mela scartata o una patata marcia galleggiano nel fiume. Lo rivoltarono, trasudando disprezzo ed esasperazione:
-Non è vero. Il tuo vero nome- come se per loro fosse trasparente. Quindi disse:
-Bugnicourt,
che era, questo sì, il nome di suo padre, a cui mai volle bene e che neanche conobbe a fondo, un uomo perso per sempre nelle sabbie mobili dell’aspro ricordo e dell’invettiva, di cui gli uomini che seguirono calpestarono la memoria, fantasma afflitto che forse spiava, attraverso i buchi dell’amara memoria, la donna che fu la sua sposa e poi, senza nessuna spiegazione, divenne la puttana del villaggio, ma una prostituta pietosa, una vera puttana cattolica che portava al collo una catena d’oro con un medaglione della Vergine Maria.
-Che razza di nome è questo? Sei polacco?- e subito, con un’ombra di sospetto: -Ebreo?-
-No,non sono ebreo- gridò, profondamente ferito, sentendo per la prima volta quell’impulso di graffiare alla cieca che lo portò a flettere dolcemente le dita, come se le ritraesse e ripiegasse fino a sentire nei palmi il filo delle unghie.
-O’Hara è tua madre?- gli domandarono.
-Sì.
-Da dove viene?
-Da Cork. Cork in Irlanda.
-Tappo- tradusse Mullahy, che conosceva la geografia- Un tappo nel culo- mentre il Gatto si muoveva inquieto nella penombra e poi, con repentina decisione, segnava il primo punto, la sua prima mossa vincente di fronte alla battaglia imminente e all’inevitabile domanda.
-Mia madre è una puttana- disse senza affettazione, lasciandoli un istante attoniti, inorriditi, increduli o segretamente invidiosi dell’audacia che permetteva di dire una cosa simile, capace di far tremare il cielo dove planavano con le loro grandi ali membranose le madri invulnerabili e di farle precipitare in un mostruoso abisso.
-Avete sentito?- mormorò Kiernan nella costernazione generale, nel silenzio, nella distanza aperta e quasi invalicabile.
-Bene, Gatto- disse Mulligan –bene, Gatto. Questo mi piace. Sei il polacco, il francese o l’ebreo più figo che conosco. L’unica cosa che devi fare ora è combattere con uno di noi, poi ti lasceremo in pace e ci scorderemo perfino della vecchia, anche se è una cavalla che tromba.
-Non voglio combattere- rispose il Gatto –sono stanco.
-Non devi lottare con me, Gatto, potrei ridurti a pezzi anche con una mano legata. Combatterai con Rositer, che altro non ha se non un buon gioco di gambe ma non picchia con la sinistra, e in definitiva è una schiappa.
-Lasciatemi solo- disse il Gatto –Non voglio lottare con nessuno.
-Ma se ti meniamo, Gatto!- disse Mulligan –Se io ti meno! Non farai un figurone, inoltre dobbiamo sapere in quale posto della classifica ti mettiamo, o credi che sia uno scherzo?
-Non lo so- disse il Gatto, e subito gli videro in faccia un sorriso strano, sognante e cinereo –Non possiamo rinviare a domani?- prendendoli ancora di sorpresa.
Parvero consultarsi, in silenzio; domande e risposte si susseguivano in un batter d’occhio, il tic di una guancia, una lunga e accalorata discussione senza parole, finché non nacque un consenso, risultato non di una votazione democratica ma del peso e dell’autorità che fluivano attraverso i loro canali naturali, finché gli ultimi turbini di dissenso svanirono e le acque tornarono a calmarsi.
-Va bene- disse Carmody, perché stavolta fu lui che, davanti alla pesante franchezza di Mulligan, inclinò la bilancia. –Va bene- sconcertato, senza sapere perché accondiscendesse se non perché stuzzicato dal nuovo e dall’inaspettato, di conseguenza intriso, anche se in prospettiva, di qualcosa di diabolico. Ora, comunque, era il custode della volontà comune e si era proposto di compierla.
Ma altri, seppur molto disciplinati nell’accettare quella volontà comune, si allarmarono. Solo qualcuno che fosse assolutamente estraneo, anzi, qualcuno che realmente avesse le caratteristiche di un gatto, poteva rinviare una scazzottata. Quindi, pensarono, quello non era più un gioco, se mai lo era stato.
E così successe che Carmody, dopo aver imposto il suo punto di vista, rimase spiazzato, scivolando su un illusorio punto di equilibrio, sentendosi abbandonato e incapace di evitare tutto ciò che avrebbe potuto accadere in seguito. Perché questa è la natura delle incerte vittorie che si ottengono su ignoti battiti del cuore.
Mulligan sentì salire la marea, la profonda corrente del prestigio.
-Ehi, Gatto- disse –Ehi, come mai arrivi così tardi al collegio?
Il Gatto lo guardò e qualcosa di simile a un granello di cenere, un piccolo scintillio, sembrò muoversi nei suoi occhi.
-Ero malato- rispose,
e allora indietreggiarono, come se avessero paura di toccarlo. Il Gatto se ne accorse, un fugace sorriso tornò a giocherellare sul suo viso magro e affamato; con sorprendente anticipo si lanciò su quel frammento della sorte, lo scosse, lo maneggiò come una palla attaccata a un elastico.
-Tigna- disse, scuotendo la testa e mostrandola –Chi mi tocca è fottuto- disse toccandosi, burlandosi di sé stesso.
Indietreggiarono di nuovo, senza smettere di guardare, e nella luce del crepuscolo credettero di vedere sulla testa del Gatto macchie gialle e grigie, e più tardi Collins assicurò che erano come cotone sudicio o fiori di cardo. Tutti compresero allora che la faccenda sarebbe stata più complicata di quanto pensassero, perché il cuore umano si rifiuta di colpire piaghe infette o mali nascosti, e l’indole dell’ostacolo che li frenava era più o meno dello stesso ordine che impedisce o impediva, in antichi tempi levitici, che un uomo tocchi la sua donna in certi giorni.
Con il capo chino il Gatto sottolineava il suo vantaggio e rideva in cuor suo, osservandoli spassionatamente con lo sguardo all’insù, scegliendo questo o quello per i giorni futuri della ricompensa e del piacere felini, perché non disprezzava la caccia e non ignorava i cambiamenti del tempo.
I pugni si aprirono e onde di piacere svanito, di legittima eccitazione rubata scalarono l’una dopo l’altra, come nuvolette di fumo, le vertiginose pareti. Nel bel mezzo di questo stupore suonò la campana che annunciava la cena. Si riunirono controvoglia contro la parete del refettorio, sotto gli occhi sporgenti e iniettati di sangue del sorvegliante di turno che –precisi nel catturare il motivo centrale di ogni disgrazia- chiamavano la Morsa, per via di quei due incisivi che, come lunghi gessi, rimanevano sempre in vista, anche quando chiudeva la bocca. Senza che nessuno glielo indicasse, il Gatto trovò posto nella fila, e quel posto che trovò senza averlo provato prima gli calzava a pennello, sicché ora si trovava inosservato fra Allen e O’Higgins, anche se l’intera fila sentiva la sua presenza impunita come un oltraggio.
Dopo la preghiera, il Gatto mangiò lentamente. Sotto la lampada verde, fra le maioliche e sui tavoli di marmo, in quel malaticcio e spettrale candore che dava al refettorio l’aria di una camera d’ospedale, il suo aspetto non migliorò. Sembrava ancor più malato, scaltro e grigio, fastidioso alla vista, e irradiava quella scandalosa certezza del fatto che nessun altro avrebbe potuto essere lui, in nessuna circostanza e con nessuno sforzo dell’immaginazione, mentre egli avrebbe potuto essere Dashwood, o Murtagh, o Kelly quasi senza volerlo, come in effetti a volte succedeva. Il suo estraniamento era abominevole, e i sei fanciulli seduti con lui nell’ultimo tavolo, che scelse con la stessa precisione con cui aveva occupato il suo posto nella fila, osavano appena mangiare. Il grembiule nuovo del Gatto brillava di uno splendore metallico e verdastro; egli portava una cravatta nera e il colletto della sua camicia era sgualcito. Ma ciò che più impressionò quelli che realmente osarono ispezionarlo fu il lungo, lungo collo e il modo in cui si corrugava quando inclinava di colpo la testa e lo spettro, il fantasma, l’accennata e odiosa ombra di baffi grigi. Era proprio brutto, il Gatto.
I piatti e i vassoi rimasero vuoti, e tutti lanciarono sguardi vuoti davanti a sé, e a un solo segnale della Morsa la conversazione si spense. Apparentemente, nulla era successo. Ma nell’anima del branco si era appena prodotto un cambiamento. Silenziosamente, fra il primo e il settimo e l’ultimo boccone di semola fredda, bianchiccia, appiccicosa che ogni sera manteneva in vita il gruppo, i suoi capi furono sconfitti, con un processo sconosciuto anche per loro. Mulligan e Carmody lo seppero, anche se nessuno parlò. Avevano sbagliato davanti ai loro compagni, e altri sconosciuti occupavano il loro posto. Doveva essere così. Il gruppo non era vincolato dalla parola data in un momento di debolezza da un sentimentale fallito come Carmody.
Lo aveva intuito il Gatto? Non appena inghiottì l’ultima cucchiaiata, i suoi piedi iniziarono a muoversi senza alcun rumore, zampettando sul pavimento in un corri-corri stazionario, come un ciclista che si allena o un pugile che lotta contro il prossimo futuro che si ingrandisce, tuffandosi nella corrente degli eventi, con la sua stessa ansia che lo trascina sempre più lontano, correndo in un attenuato incubo.
Anche la Morsa lo sentì girare nel silenzioso refettorio, arrossendo sempre più, sentendo il bisogno di dire qualcosa, annusando misteriosamente l’aria assassina, infuriandosi fino a pararsi davanti a tutti borbottando:
-Comportatevi bene o vi rompo le ossa!
Così facendo, si espose a un silenzio ridicolo.
Uscirono nel cortile e nel buio e di nuovo si misero in fila. Nell’aria aleggiava un messaggio dai campi dietro le alte pareti, un profumo dolce che il Gatto sentì, quindi guardò al cielo che in quel preciso momento, alle sette di una sera di fine aprile del 1939, ostentava una Croce maestosa e una rigogliosa Argonave.
Ma il pavimento era di pietra, grandi lastre di ardesia grigie o celesti, che truppe di varie generazioni avevano levigato fino a dar loro una splendida finitura di sottili venature, si estendevano verso le gracili arcate dei chiostri che brillavano quasi bianchi contro il mare d’ombra che iniziava più indietro. In qualche momento era piovuto, rimanevano piccole pozzanghere negli avvallamenti della pietra, e il Gatto le provò contro le suole dei suoi stivaletti nuovi mentre qualcosa frenava ancora la Morsa, che non comandava il “rompete le righe”, e per un momento parve voler parlare ma infine si strinse nelle spalle, diede l’ordine e il Gatto saltò.
Saltò; altri dicono che volò sopra le loro teste, alzandosi forse due iarde, e la forza del suo bruciante impulso lo spinse in avanti come in un sogno, planando, cinque, dieci iarde, navigando sul suo fluttuante grembiule finché alla fine toccò la pietra e le punte di ferro dei suoi stivaletti strapparono dalla pietra dormiente una nuvola di scintille, una doppia scia di fuoco, segno per cui fu riconosciuto più volte in quella lunga notte, quando già sembrava essere scomparso per sempre. Focoso Gatto! La tua terribile sfida vibra ancora nella mia memoria, perché io ero uno di loro!
Ma cosa fu più mirabile, quello spaventoso salto o la serenità con cui l’Irlanda inviò al fronte i suoi guerrieri?! Facilmente si schierarono, quasi a passo di marcia, Dolan in un angolo, Geraghty al centro, il piccolo ma ingegnoso Murtagh nelle retrovie, e questo unico, semplice movimento bloccò ogni possibile via di fuga e proseguì invisibile in avanti, fra la rinnovata magia del ripiglino e il candore del hoyo-zapatero e le conversazioni che dissimulavano tutto, in modo che nemmeno gli occhi esperti della Morsa (sempre a caccia di qualcosa meritevole di un castigo esemplare) non videro nient’altro che quell’ indemoniato ragazzo nuovo, il Gatto, che come un fulmine passava in diagonale fino al chiostro sulla destra.
Da qualche parte in cortile si udì il suono dell’armonica, che Ryan suonava in un acuto danzante e gioioso, come un piffero guerriero che alimenta l’ardore della battaglia. Sulla sinistra Murtagh corse un poco, quanto bastava per bloccare la galleria fra i chiostri, e arrivò in tempo per vedere l’ombra del Gatto a sessanta iarde di distanza, all’estremo opposto.
Lì il Gatto si trovò per la prima volta di fronte a un amaro dilemma. Alla sua destra si trovava la porta aperta della cappella, che emanava un malsano odore di cedro, cera e fiori appassiti. Si avvicinò e vide un prete molto vecchio inginocchiato davanti all’altare, sussurrando una preghiera, o forse dormendo ad alta voce, con gli occhi chiusi. Alla sua sinistra, il lungo corridoio, con una porta di vetro che dava alla canonica e in controluce l’ombra rannicchiata di Murtagh. E di fronte, una scala che si addentrava nell’oscurità. Salì alla cieca.
Murtagh aprì una finestra della galleria e con il pollice in su mandò un segnale a Geraghty, che aspettava senza fretta al centro del cortile. Questi, tramite anonimi messaggeri, comunicò la novità a Dolan, che era rimasto molto indietro, alla destra del lungo semicerchio di cacciatori, e su cui era scesa silenziosamente l’aquila del comando. Dolan rifletté e diede ordini. Comandò a Winscabbage, stupido ma molto paziente, di presidiare il crocicchio che tanto aveva sconcertato il Gatto e impedire il suo ritorno a tutti i costi. Quindi diede a Murtagh l’indicazione di prendere le sue decisioni, e Murtagh chiamò il piccolo Dashwood ordinandogli di rimanere lì e di gridare all’arrivo del Gatto, perché il piccolo Dashwood non poteva picchiare nessuno, ma sarebbe stato capace di far impallidire un lupo.
Fatto ciò, l’intera linea ripiegò, mente i capi si riunivano per deliberare e ascoltare il consiglio di Pata Santa.
Pata Santa Walker aveva una gamba più corta dell’altra, che terminava in uno stivaletto mostruosamente alto, rigido, inanimato come un tronco morto che trascinava camminando, e un nobile viso affilato e olivastro dagli occhi sognanti. Non era un leader e non avrebbe potuto mai esserlo, nonostante affermasse di discendere da dei re e non da poveri contadini di Suipacha, ma l’intensità e la concentrazione delle sue idee lo sottraevano dal circolo di pietà in cui altri poveri disgraziati –un epilettico e un albino, due altri sciancati e un balbuziente- sguazzavano.
Pata Santa aveva tutto il tempo per pensare mentre gli altri giocavano a calcio o a hurling , e i capi dovevano ascoltarlo.
-Salirà in camerata- vaticinò come se realmente stesse vedendo il Gatto –e poi tornerà indietro.
-E poi?
-Può apparire alle nostre spalle. Se lo lasciamo scendere, lo perdiamo. Diventerà uno di noi.
-Bisogna tenerlo di sopra –concordò Murtagh.
Dolan mandò Scally e Lynch a coprire le altre due uscite del cortile.
Ora il Gatto era in trappola. Quattro lati, quattro angoli, quattro scalinate, quattro uscite, tutte sorvegliate. Muovendosi cautamente nel buio incontrò un pianerottolo e una porticina di legno che dava al coro. Si avvicinò e vide di nuovo l’altare, il prete immobile, il Cristo sanguinante e repellente e la coppia di arcangeli con ali azzurre che sosteneva candelabri elettrici. Nel coro c’era un organo il cui profilo si ergeva nella penombra, e rosoni di vetro che si affacciavano su qualche parte della notte e del cielo. Ma qualcosa a lui estraneo manteneva il Gatto in movimento; indietreggiò, continuò a salire e tornò a trovarsi negli angoli retti della decisione. Alla sua sinistra vi era una lunga serie di porte che si aprivano su un corridoio; alla sua destra, una stanza con due file di letti bianchi. Si rannicchiò, rifletté, quindi camminò di soppiatto attraverso la stanza deserta e l’interminabile prospettiva di letti. Non c’era luce, salvo due lampadine da venticinque watt separate da cinquanta passi, come due grandi gocce traslucide di sangue. Il Gatto si affacciò a una finestra e vide un parco con un cielo stellato, ombrosi pini e araucarie, il portone d’ingresso da dove era entrato con sua madre e, più lontano, la bianca strada asfaltata e il segnale della ferrovia che passava dal rosso al verde. Sicché questo è il sud, pensò, ma non esattamente il sud. Abbassò lo sguardo sulla strada di ciottoli; la distanza era sette o otto volte l’altezza del suo corpo, e ad ogni modo egli non voleva tornare al sud. Cercò di ricordare l’aspetto che aveva l’edificio quando lo aveva visto per la prima volta quel pomeriggio, ma non poté, e maledisse la sterile emozione che bloccava quel ricordo. Sua madre stava tornando al villaggio in un treno lontano.
Nel cortile la Morsa passeggiava freneticamente, perseguendo la persecuzione, esigendo una parte nell’invisibile cerimonia, ma ogni movimento sospetto risultava appartenere a un gioco inoffensivo che, quando si fermava a domandare, gli si aggrappava sotto forma di altre domande innocenti, dirette nella dovuta, rispettosa forma a un superiore e adulto, rubandole tempo e attenzione, confondendo la sua iniziativa in modo da impedirle di localizzare la zona dove realmente si stava tramando qualche malefatta. Anche in questo la comunità era astuta, i civili distraevano il nemico o l’intruso. Così, la Morsa non scoprì nulla e seppe che non avrebbe scoperto nulla, a meno che non avesse potuto mentalmente identificare il capo; ma non appena pensò a Carmody lo vide a quattro passi di distanza cambiando il Pesce Torpedine con Bernabé Ferreyra, e subito dopo vide Mulligan presso il muro, intento a misurare con il palmo attaccato a terra le figurine del battimuro. Così imprecò sottovoce, sapendo che doveva attendere quasi un’ora prima di suonare la campana per il rosario, e imprecò di nuovo contro la luce fangosa del cortile e perfino contro quelle vecchie pietose e avare della caritatevole Società di San José. In quel momento, al centro del cortile scoppiò una falsa rissa, e dietro questo movimento Dolan e i suoi seguaci se la squagliarono per la scala posteriore di destra, mentre Murtagh e i suoi andavano a sinistra seguiti dall’armonica che alternava il fine sentimento di Mother Machree con il ritmo di Wear on the Green.
Di sopra, il Gatto continuò ad avanzare fino a trovarsi di nuovo in un angolo retto, in un pianerottolo, guardando in giù, all’ombra, e desideroso di prendere una decisione. Risolse bruscamente di saggiare le difese e scese come un fulmine.
Dal centro del cortile, mentre l’illusoria lotta si dissolveva rapidamente alla presenza della Morsa, la scena era questa: dapprima un grido penetrante, poi un breve scontro e subito il piccolo Dashwood uscì di corsa, scalciando e gemendo come un cucciolo impazzito. Immediatamente si era formato intorno a lui un cerchio, e tutti osservarono il segno del Gatto: una serie di profondi graffi, paralleli e sanguinanti, nella sua guancia destra. McClusky e Daly occuparono silenziosamente il loro posto, mentre altri lo portavano alla fontana per lavargli il viso e sentirgli dire:
-L’ho menato! L’ho menato! Non mi credete?
Si sparse la voce: il Gatto aveva colpito. Ora i visi erano adombrati, ma nessuno perse il suo coraggio.
Dopo aver affrontato e picchiato Dashwood, il Gatto tornò sui suoi passi. Ora la lotta era dentro di lui, si scioglieva nel suo sangue in un’incessante, incontenibile filtrazione. Ne avvertiva l’ odore, acre, umido, inumano, come quello che lascia un fulmine dopo aver colpito la terra, e un desiderio quasi insopportabile di uccidere e fuggire, tornare all’attacco, colpire e fuggire di nuovo, che gli inondava il cervello e lo lasciava in balia di oscure correnti che fluivano insensate nel suo corpo. Si sentiva trasportato e respinto, si acquattava e si tuffava e si nascondeva e tornava all’attacco senza un momento di pausa, nuotando in quella poderosa corrente di paura e odio mentre lasciava dietro di sé un altro corridoio e un’altra fila di porte che provò ad aprire e trovò chiuse a chiave tranne una, che non volle aprire, da cui filtrava un filo di luce e una musica languida e avvolgente,. Udì più avanti i passi della truppa, si rannicchiò e ruzzolò in un bagno, avvertendo l’odore di una latrina, e udì passare voci smorzate e piene di eccitazione, “Qui, dev’essere venuto qui”. Il Gatto intuì che subito sarebbero tornati, le sue narici iniziarono a tremare, pensò “Non qui!” e uscì prima che la rete terminasse di chiudersi.
Lo videro, svoltarono senza fretta, come se fossero sicuri che ormai non sarebbe potuto scappare. Quel lento movimento spaventò il Gatto più di un assalto, e ancor prima di saltare comprese il perché: avevano lasciato un picchetto nel pianerottolo. Erano in due e lo aspettavano, saldi, impassibili, senza paura, con le gambe ben divaricate, i pugni al cielo. -Dai, gattino- disse uno -Andiamo, piccolo, ora devi lottare.- Vide il varco fra i due e vi si tuffò, e quel semplice movimento li colse di nuovo alla sprovvista, perché erano lottatori abili coi pugni ma non concepivano altro tipo di lotta.
Il Gatto cadde sul gomito destro e l’osso diffuse in tutto il suo corpo un istantaneo irradiarsi di dolore. I suoi persecutori si erano precipitati sulle sue gambe; non solo lo colpivano, ma si picchiavano fra loro. Il Gatto era fermo, trascinando uno che si aggrappava al suo grembiule, e gli altri arrivavano di gran carriera. Il Gatto fece un solo movimento con il capo, un breve mezzo giro, e l’osso della fronte impattò contro della carne morbida, forse una guancia o un occhio. L’altro ragazzo non gridò né lasciò il grembiule finché non si strappò, e quel gran pezzo di tela grigia fu chiamato La Coda del Gatto e portato in trionfo, da allora, come un trofeo, uno stendardo, un annuncio della futura vittoria.
Ma il Gatto era libero e correva verso una porta, e dietro la porta un’altra lunga sala semibuia con due file di letti, e mentre correva, da un letto all’altro si levavano ombre spettrali che si sedevano e lo guardavano con occhi vuoti, come morti che uscivano dalle tombe; in quel momento i suoi stivaletti ferrati sprigionarono di nuovo dalle maioliche dell’infermeria una doppia nuvola di scintille e per la prima volta immaginò che tutto ciò non stava succedendo, ma non si fermò, una nuova fitta di panico si risolse in un nuovo, gigantesco salto; era giunto così al quarto angolo sul tetto del mondo.
Nel cortile la Morsa si era impadronito di Dashwood e lo scuoteva senza riuscire a farlo parlare, o almeno a farlo smettere di balbettare l’assurda invenzione di aver sbattuto contro un muro. Lo lasciò immobile al centro del cortile, e per un attimo pensò di chiamare in suo aiuto Dillon che certamente si trovava nella sua stanza leggendo romanzi gialli o ascoltando valzer nel suo vecchio grammofono, ma non lo chiamò. “Posso arrangiarmi”, pensò. E poi: “Gli faccio vedere io”, disponendosi all’agguato in uno dei chiostri finché non vide un’ombra che attraversava silenziosamente il portico, dieci passi più in là. La inseguì, afferrò Murphy per il collo e lo schiaffeggiò nel buio. Murphy urlò e la Morsa lo schiaffeggiò di nuovo.
-Vedo che vi divertite, eh? Dove sono tutti gli altri?
-Chi?- gemette Murphy –Chi?
-Non fare lo stupido. Quelli che perseguitano il nuovo arrivato.
-Non so niente- disse Murphy -Devo vestirmi per la Messa.
-Ah, sì?- disse la Morsa dandogli uno scappellotto.
-Padre Keven mi aspetta!- strillò Murphy.
-Ah, sì?- disse la Morsa, e in quel momento una voce al suo fianco disse: -Ah, sì- e vide la mandibola ferrea e gli occhi di ghiaccio di padre Keven che con la stola in mano lo guardava dalla porta della sacrestia –Ci vediamo domani, in canonica- disse mentre accarezzava dolcemente il suo chierichetto offeso.
Dolan e il suo Stato Maggiore attendevano nel quarto pianerottolo. Udirono il tumulto nell’infermeria e di colpo il Gatto apparve sulla porta, si arrestò e rimase fermo a guardarli.
-Ciao- disse Dolan, che non era alto, ma era forte e aveva occhi scuri in un viso quadrato e robusto come quello di un bulldog, con un ciuffo di capelli biondi che ricadeva sulla fronte e si agitava quando parlava. –Ciao- disse.
-Mi arrendo- ansimò il Gatto.
All’udire ciò, tutti scoppiarono a ridere.
-Lotterò con chiunque lo voglia- disse.
-Non ci sarà nessuna lotta- disse Dolan. –Ti abbiamo dato un’opportunità e hai rifiutato. Sai cosa faremo? Ti spoglieremo nudo come un verme.
-Prima uno di voi mi deve picchiare- propose il Gatto. –Fatemi lottare con lui.
-Perché?
-Per dimostrarvi che non ho paura di nessuno.
Scoppiarono di nuovo a ridere, ma un’ insidia era entrata in quel solido fronte, la sfida aleggiava come un drappo rosso e il gruppo iniziò a dissolversi in individui e a decidere in silenzio come una volta, mentre il Gatto si muoveva pur restando immobile, scorreva quasi impercettibile e scivoloso e grigio verso una porta immersa nell’oscurità, migliorando lentamente ma rapidamente la sua posizione, sentendo contro la schiena la dura parete che gli restituiva una nuova sicurezza, la promessa di un grande salto, ma senta distogliere lo sguardo da Dolan, che esitò un istante; questo bastò perché qualcuno si facesse avanti dicendo:
-Lasciatemi lottare-, e prima che Dolan potesse opporsi esplose una grande ovazione interrotta solo dal Gatto, che alzò una mano e quasi ordinò agli altri di indietreggiare, cosa che fecero quasi a malincuore sentendo un assurdo sussulto di autorità emanare improvvisamente dal Gatto, che ora si era messo in guardia, lugubre, sereno e ben saldo. Tutti videro quindi lo stile e il profilo aggraziato, il pugno sinistro allungato quasi con indifferenza, il dorso del pugno sinistro leggermente appoggiato alla base del naso, sotto gli occhi di una vivacità abbagliante, il Gatto che iniziava a girare intorno a Sullivan finché la sua schiena non si trovò contro il buco nero della porta, poi semplicemente camminò all’indietro e se ne andò, giocando loro l’ultimo, fantastico scherzo di quella notte.
Il suo ultimo rifugio era la lavanderia, una grande stanza quadrata e soffocante con una sola porta e una finestra in cui si ritagliavano ombrose alberate. Al centro si stagliava un’enorme lavatrice i cui cilindri di rame brillavano dolcemente nella luce trattenuta e riflessa da montagne di lenzuola, che si alzavano dal pavimento al soffitto emanando un acido odore di sonno, sudore e solitarie pratiche notturne. Il Gatto inciampò, cadde, ruzzolò e uscì trasformato in fantasma verso la finestra, guidando la calda onda di persecuzione che improvvisamente inondò la stanza con una sorda eco di passi e grida. Quasi in un sol movimento aprì la finestra e salì sul davanzale. Una mano lo trattenne, ma lui già saltava verso la vertiginosa oscurità.
Dieci minuti prima dell’orario stabilito la Morsa suonò la campana, annunciando la Messa, e iniziò a spingere tutti i ragazzi in cappella, quasi a forza, in un andirivieni frenetico per tutta la fila, brontolando e minacciando, -Su, su, presto- senza fermarsi a contarli, -Presto, non dormite-, mentre i più recalcitranti e i disertori tornavano indietro trottando e si univano al gruppo senza essere interrogati, perché l’indomani ci sarebbe stato tempo per questo, per distribuire colpe e castighi che stavolta, si promise la Morsa stringendo i denti, avrebbe scatenato il finimondo. –Ho detto alla svelta!- disse, dando uno scappellotto all’ultimo, e lì davanti Murphy accese le candele dell’altare mentre padre Keven usciva dorato e splendente, guardando con sospetto verso la porta, e Dillon scendeva la scala sistemandosi la cravatta per prendere il suo posto con un’aria assonnata e stupefatta.
-Poi ti spiego- gli disse, e si mise sulle tracce del Gatto.
Sotto la finestra della lavanderia c’era una legnaia con tetto di lamiera che risuonò come una cannonata sotto il peso del Gatto, popolando l’aria notturna di strida di uccelli e lontani latrati di cani. Mentre si alzava sentì che si era storto la caviglia e ricordò la mano che lo aveva trattenuto deviandolo dalla sua linea di equilibrio. Scivolò con cautela lungo la parete della tettoia, vide i bianchi volti dei suoi inseguitori lassù, sulla finestra, e mentre arrancava verso un alto cerchio di filo spinato udì la campana della cappella che annunciava la Messa, come la serena voce di Dio o come le altre dolci voci che a volte si odono nei sogni, anche nei sogni di un Gatto.
Nel buio centro del cortile, il piccolo Dashwood era stato dimenticato. Sapeva che la caccia continuava perché non aveva visto tornare i capi.
Per un momento desiderò correre alla cappella, inginocchiarsi e pregare con gli altri, unire la sua voce al coro ritmico e caldo che in lode della Santa Vergine Maria usciva dalla porta in ondate calme e rasserenanti. Ma nessuno lo aveva esonerato dal suo dovere. Inoltre era stato ferito in guerra e desiderava sapere come sarebbe finita. Mise a tacere i suoi timori e prese a camminare nel vasto edificio, in cerca di un segnale o di un rumore.
Dalla lavanderia, Dolan vide il Gatto allontanarsi nell’ombra. Alle sue spalle qualcuno stava legando delle lenzuola per formare una lunga corda, mentre Murtagh e altri scendevano correndo la scala e risalivano in trenta secondi circa. La lotta non si era conclusa.
Amareggiato, incupito, seduto su una pila di lenzuola, Walker taceva sprezzante. Istintivamente, grazie a un’immaginazione instancabile e precisa, era riuscito a trovarsi sul campo di battaglia nel momento giusto, perché quell’ammasso di idioti la lasciasse svanire. Non poteva correre, come aveva fatto Murtagh, non poteva volare, come in quello stesso istante stava facendo Dolan, poteva soltanto pensare. Avrebbe impiegato più di cinque minuti a scendere la scala e risalire. Il suo viso si trasfigurava in una smorfia di dolore interiore al vedere come gli dei si scagliavano nuovamente contro di lui.
Il Gatto non cercò di saltare il muro. Un solo segnale, inviato dalla caviglia ferita, il dolore che si insinuava nella visione, gli dimostrò che sarebbe stato inutile. Per giunta, al di là di esso c’era il mondo, c’era la sua casa, dove non voleva tornare. Preferiva tentare la fortuna lì. Si stese dietro una pila di casse, appoggiando il viso sul prato morbido e freddo, e attraverso le fessure vide i guerrieri spargersi per il campo, dal fronte e dal retro, quindi vide Dolan scendere fluttuando come un enorme ragno notturno nel suo argenteo filo di lenzuola. Dalle vetrate della cappella si udiva un mite fluire di strane parole, forse destinate a compatire e calmare:
-Turris eburnea,
Ora pro nobis!
ma il Gatto non si sentì compatito né tranquillizzato.
Il piccolo Dashwood aveva trovato la strada verso la porta anteriore e uscì nell’ombroso parco di pini e araucarie. Tremava un poco perché era completamente solo in un mondo esterno di cui ignorava le regole. Mai aveva osato andare così lontano. Di colpo lo assalì un’ acuta nostalgia di sua madre. Non si udiva altro rumore se non il sordo sobbalzare di qualche camion o lo stridio acuto delle gomme di un’auto, finché improvvisamente tutte le rane si misero a cantare. Svoltò a sinistra, canticchiando anch’egli, sottovoce, per farsi coraggio.
I cacciatori si erano dischiusi in un ampio semicerchio i cui estremi si appoggiavano al muro di cinta. Dolan ordinò loro qualcosa mentre esaminava il terreno. Vide alla sua sinistra un grande serbatoio d’acqua su piloni di cemento, dal quale defluiva sonoramente l’acqua in eccesso in una pozzanghera; al centro, oscuri cespugli; a destra, una pila di casse. In qualche luogo di quel semicerchio di ottanta iarde di diametro doveva nascondersi il Gatto, ma non dovevano stringersi intorno a lui, bensì formare una barriera nel terreno libero fino a trovare la maniera di farlo uscire dal suo nascondiglio. Si sedette nel prato e accese una sigaretta mentre pensava.
In cappella, padre Keven mostrava il tabernacolo a un uditorio sonnacchioso. Era un uomo duro, con un’ ulcera che lo rodeva specialmente durante le celebrazioni, il che era senza dubbio dovuto al malsano odore dell’incenso. Il guardiano Dillon diede un’occhiata all’orologio e si posizionò all’entrata.
La Morsa percorse a ritroso l’itinerario di caccia. Nel pianerottolo della lavanderia sfiorò un’ombra rannicchiata nell’oscurità, senza vederla. Era Walker, che aveva smesso di spremersi le meningi e si sentiva nuovamente guidato da una febbrile certezza che lo mise immediatamente in movimento, trascinando giù per la scala la sua gamba inutile e pesante come una colpa, reggendosi al mancorrente e lasciandosi cadere gradino per gradino.
Quando la Morsa entrò nell’infermeria, i malati si alzarono unanimi in un boato di indicazioni e di esclamazioni che ovviamente lo mandarono nella direzione sbagliata, e quando lo videro andarsene si radunarono di nuovo presso una finestra laterale che permetteva loro di osservare qualcosa di quanto stava accadendo di sotto. La Morsa scese dall’altro lato dell’edificio, uscì nel campo, vagò, perso, verso il cortile deserto.
Il Gatto vide spegnersi le luci della cappella, dopo il luccichio agonizzante dei ceri dell’altare, e sentì del movimento fluire verso il piano di sopra, una tiepida corrente di vita che saliva verso il sonno nei modi prestabiliti, lasciandolo solo con i suoi nemici, quell’oscuro cerchio segnalato di tanto in tanto dalla brace di una sigaretta. Un istantaneo raggio di luce attraversò le finestre superiori della camerata. In quel momento Dolan diede un ordine e una rada fila di esploratori iniziò a convergere sul nascondiglio del Gatto mentre gli altri si mantenevano allo scoperto.
Il Gatto guardò verso est, vide una macchia di luce cinerea fra i rami bassi degli alberi. Stava spuntando la luna. La sua mano stringeva una pietra delle dimensioni di una mela mentre il terrore tornava a scorrere nelle sue vene.
Nel parco, Dashwood, stanco, si era perduto. Il suo bel viso era sfigurato a causa della zampata del Gatto, lo sentiva infiammato e dolorante. Di tanto in tanto aveva creduto di udire gli echi della caccia, un grido, un solo accordo di armonica, ma si era sbagliato. I rintocchi della Messa erano ormai lontani, fra i suoi ricordi del passato. Quel taglio nel fluire della realtà lo spaventò: bruscamente ebbe voglia di correre verso il sentiero e non tornare più, mai più. L’edificio del collegio si ergeva come un drago alto e cupo con la sua splendente dentatura di luci nelle camerate. Avrebbe voluto che sua madre lo facesse dormire. Immediatamente si sentì molto triste e si sedette nel prato, mise la mano nei pantaloni e iniziò ad accarezzarsi. Questo lo consolò, dandogli una specie di indefinita felicità; fu come planare alto su paesi e campagne, leggero come un chajá che bagna il suo piumaggio sotto la luce del sole e l’altezza delle nuvole, un piacere sereno che non arrivava mai al culmine, poiché era ancora molto piccolo per quelle cose, ma ormai non gli importava che il drago avanzasse su di lui con i suoi denti gialli e lo divorasse.
La parabola della pietra fu di una precisione millimetrica. Fischiò acuta nella notte, senza essere udita da nessuno tranne che dal Gatto, finché sciabordò sordamente nella pozzanghera sotto la cisterna. A quel punto, nessuno volle ascoltare gli ordini e le imprecazioni di Dolan, il cerchio si unì in un’unico assalto, la rete si dissolse in una sola onda di eccitazione e coraggio, e persino l’armonica intonò le prime note della Carica della Brigata Leggera, rallegrando anche il cuore del Gatto che già strisciava invisibile verso la legnaia, spingeva la porta semiaperta, si confondeva con il buio che odorava di umidità e di piquillín , di sarcasmo e di rifugio.
Lì lo raggiunse il suo destino. La porta si aprì di colpo, o con un grido, e lì si trovava Walker, stagliato contro la luna, trascinando la sua inutile gamba e il suo alito bruciante, il viso saturnino che brillava alla luce della verità e della rivelazione. Il Gatto ordinò a sé stesso di saltare, ma invece gemette, intrappolato nell’aura superstiziosa che emanava dal suo boia, secondo la legge che imponeva che il più pesante e lento di tutti, che non poteva correre né volare, lo reclamasse come preda.
Quando giunse sul posto Richard Enright, 23 anni, soprannominato “la Morsa”, la battaglia era stata scatenata, vinta e persa. Le ombre dei guerrieri filtravano ancora attraverso le entrate dell’edificio addormentato e la luna brillava sulla figura quasi insensibile del ragazzo che da quel momento avrebbero chiamato “il Gatto”, steso sul prato, proferendo parole che Enright non tentò di comprendere. Il custode lo guardò, terribilmente scosso com’era, e comprese che era già uno di loro. L’inimicizia di sangue era già stata lavata, ora rimanevano tutte le altre. In dieci giorni, in un mese, si sarebbe trasformato in un gatto predatore in attesa di allettanti passerotti. Li avrebbe aspettati in un corridoio oscuro, dietro la porta di un bagno, nascosto in un cespuglio, e avrebbe colpito. Se gli avessero dato scarpini da calcio avrebbe triturato caviglie; se gli avessero dato una mazza da hurling avrebbe mirato astutamente alle ginocchia. Con un po’di libertà, con un po’di fortuna e di febbrile desiderio, con un bagliore della gloria delle battaglie, l’aquila del comando sarebbe scesa su di lui a suo tempo. Tuttavia, Enright sapeva che l’anima del Gatto era piagata e marchiata per sempre. Cercò di immaginare cosa sarebbe stato quando fosse cresciuto, cercò di ricavare qualche legge più generale; ma non poté, non era così intelligente e d’altronde non erano affari suoi.
-Andiamo, ragazzo- gli disse, prendendolo per mano, aiutandolo a rialzarsi, mantenendosi fermo contro lo sguardo fisso e sanguigno con cui un solo occhio del Gatto lo guardava –Andiamo.- dandogli pacche sulla schiena così come avrebbero fatto gli altri, la settimana successiva –Sembra che tu abbia smarrito la strada verso la camera.
Il Gatto singhiozzò brevemente, poi ritrasse la mano.
-Posso camminare da solo- disse.
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Formación en el ámbito de la traducción
Master's degree - Università degli Studi della Tuscia
Experiencia
Años de experiencia: 16 Registrado en ProZ.com: May 2006
Mi chiamo Gloria Fiorani, sono in possesso di laurea triennale in Mediazione Linguistica per le Istituzioni, le Imprese e il Commercio e di laurea specialistica in Lingue e Culture Euroamericane. La mia tesi di laurea di 1° livello è intitolata "Una versión de Irlandeses detrás de un Gato de Rodolfo Walsh en italiano" ed è incentrata sulla traduzione del racconto di Walsh, scrittore argentino desaparecido. La tesi di 2° livello verte invece sul ruolo dei blog nella professione del traduttore ispanofono.
Dopo la laurea, a partire dal febbraio 2009, ho avuto altre esperienze di traduzione.
Ho poi avuto l'opportunità di arricchire la mia formazione partecipando ai corsi di formazione a distanza Online Summer School 2009 e Online Winter School 2009, organizzati dalla European School of Translation. Ulteriori caratteristiche da me possedute sono la disponibilità ad imparare continuamente e la passione per la formazione.
Infine, sono appassionata di Internet, web 2.0, social network. In particolare, gestisco un blog in lingua spagnola sulla traduzione: El español de la Tuscia