Working languages:
Spanish to Italian
English to Italian
English to Spanish

Jose Luis Fusco Lopez
Translator and interpreter

Padova, Veneto, Italy
Local time: 11:47 CEST (GMT+2)

Native in: Italian 
  • Send message through ProZ.com
Feedback from
clients and colleagues

on Willingness to Work Again info
1 positive review
(1 unidentified)

 Your feedback
What Jose Luis Fusco Lopez is working on
info
Jul 13, 2022 (posted via ProZ.com):  Ecuadorian spoken languages to standard Italian for academical purposes. Actually, having a great funny time with colleagues! Love it jaja 😂 ...more, + 1 other entry »
Total word count: 0

Account type Freelance translator and/or interpreter
Data security Created by Evelio Clavel-Rosales This person has a SecurePRO™ card. Because this person is not a ProZ.com Plus subscriber, to view his or her SecurePRO™ card you must be a ProZ.com Business member or Plus subscriber.
Affiliations This person is not affiliated with any business or Blue Board record at ProZ.com.
Services Editing/proofreading, MT post-editing, Translation
Expertise
Specializes in:
LinguisticsPoetry & Literature
AccountingLaw: Contract(s)
Social Science, Sociology, Ethics, etc.Agriculture
Astronomy & SpaceEnergy / Power Generation
Engineering: IndustrialInternet, e-Commerce

Volunteer / Pro-bono work Open to considering volunteer work for registered non-profit organizations
Rates
Spanish to Italian - Rates: 0.04 - 0.08 EUR per word / 12 - 20 EUR per hour / 3.00 - 4.00 EUR per audio/video minute
English to Italian - Rates: 0.07 - 0.15 EUR per word / 10 - 12 EUR per hour
English to Spanish - Rates: 0.06 - 0.15 EUR per word / 10 - 12 EUR per hour

KudoZ activity (PRO) PRO-level points: 4, Questions answered: 1
Payment methods accepted Send a payment via ProZ*Pay
Portfolio Sample translations submitted: 2
Spanish to Italian: El hombre de negro de Mario Vargas Llosa
General field: Art/Literary
Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish
Cuando el director de teatro Pedri-to Adrianzén concertó una cita con Antenor Montalvo en el Gijón “para tomarnos un cafecito y contarte un proyecto”, este último, actor fallido y en proceso de desintegración psicoló-gica y moral, vivía en la insolvencia en una pensión de mala muerte de Lavapiés que no pagaba hacía tres meses y estaba dándole vueltas en su cabeza a la idea de suicidarse. La ca-rita de Adrianzén lo sorprendió. ¿Era posible que ese director famosísimo lo llamara para ofrecerle un papel? ¿A él? Antenor, con sus cincuenta y pico de años, se sabía hacía tiempo un fra-casado. Como actor, pues ya casi na-die lo contrataba, salvo para hacer de mayordomo o chofer en comedias de dudoso gusto o papelitos aún más in-significantes en telenovelas y pelícu-las del montón; y también en amores, pues la última mujer con la que con-vivió lo había abandonado hacía ya un par de años “por impotente y por inútil” (se lo dijo así en su brutal car-ta de despedida). Ya no tenía parien-tes vivos y la pobreza le había ido haciendo perder amigos –le avergon-zaba que pagaran siempre ellos la ca-ña o la copa de vino en la tasca, así que dejó de asistir a su vieja tertulia– y aislado en una soledad neurótica y enfurruñada, salvo cuando conseguía algún trabajito, pasaba sus mañanas y sus tardes leyendo en la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos.
Llegó al Gijón unos minutos antes de las once, la hora fijada para la cita, y Pedrito Adrianzén ya estaba allí, ju-venil y vistoso como de costumbre. Lo había conocido vagamente, cuan-do iniciaba su meteórica carrera de éxitos con su espectacular montaje de La asamblea de las mujeres, de Aris-tófanes, que le mereció el premio mayor en el Festival de Teatro Clási-co de Mérida, en Extremadura. Le pa-reció más joven todavía que enton-ces, con sus tatuajes en la cara y en los brazos, sus blue jeans agujerea-dos y el pendiente bailoteándole en la oreja derecha. En vez de la larga pe-luca que Antenor le recordaba, lleva-ba ahora el pelo cortado al rape y te-nía un manojo de collares de colori-nes sobre su blusita azul marino, abierta hasta el ombligo. Mientras se daban la mano, Antenor Montalvo se sintió prehistórico con su terno ante-diluviano, su camisita de cuello y su corbata con el nudo diminuto que desde hacía por lo menos diez años llevaba siempre en las grandes oca-siones. (Hacía mucho tiempo que no se compraba ropa y con tantas lava-das y planchadas la que llevaba pues-ta lucía los brillos y la delgadez de una hoja de cebolla.)
–¿Quieres un café, un agua mine-ral? –le preguntó el joven director, indicándole que se sentara frente a él.
–Si no te importa, preferiría un bocadillo de queso y jamón –dijo Montalvo, ruborizándose–. Y un cor-tado.

–Claro, claro –asintió Adrianzén–. Te estarás preguntando por qué que-ría que nos reuniéramos.
–Pues, sí, me llevé una sorpresa –respondió Antenor, con la franqueza que siempre lo caracterizó–. Una gran ilusión, también. Como te imaginarás, no soy un actor al que llamen todos los días los directores famosos como tú.
–Tengo un papel para ti en la obra que voy a dirigir –entró Adrianzén en materia de inmediato–. Comenzare-mos los ensayos el próximo lunes, en el Teatro Español, de Los cuentos de la peste, de Vargas Llosa. Es una adaptación muy libre del Decamerón de Boccaccio. No tendrás que decir una sola palabra, pero estarás en es-cena de principio a fin. Serás “el hombre de negro”, el kuroko, que aparece en todos los espectáculos del kabuki japonés. ¿Te interesa?
Adrianzén acababa de pasar una temporada en el Japón, invitado por The Japan Foundation, para familiari-zarse con el teatro japonés antiguo y moderno. Había visto y charlado con actores, directores, autores y técnicos del teatro tradicional y contemporá-neo japonés, desde el popular kabuki al exquisito no, así como el arte sutil del teatro de títeres, el bunraku, con tambores y muñecos, en Kioto, y vi-sitado talleres, maestros, escuelas de formación, academias, etcétera. De toda aquella rica experiencia lo que más le había impresionado era la pre-sencia del kuroko, “el hombre de ne-gro”, en las funciones del kabuki, el antiguo teatro popular japonés.
–Es un hombre que está en el es-pectáculo –lo escuchó decir Antenor, entusiasmado como un niño con un juguete nuevo–. Pero no es un perso-naje ni forma parte de la trama. Sin embargo, aparece todo el tiempo en ella: detrás de las puertas que se abren o se cierran, debajo de las me-sas, encogido dentro de aparadores y roperos, alcanzando a los actores pa-ñuelos o sombreros, sin que nadie en el escenario tome nota de su presen-cia, invisible para el elenco, pero no para los espectadores, a quienes sí se hace presente de continuo. ¿Con qué fin? Recordarles que aquello que es-tán viendo no es la verdad sino el tea-tro, no la vida sino una representa-ción ficticia de la vida. El “hombre de negro” es un antecesor remoto –nació en el siglo XVI, imagínate– de lo que Brecht quería conseguir en sus mon-tajes: recordar a los espectadores que no debían confundir lo que veían en el escenario con la vida real, que el teatro es solo un simulacro de la vida.

A Adrianzén se le había ocurrido hacer un trasplante de “el hombre de negro” del kabuki a su montaje de Los cuentos de la peste en el Teatro Español y ese era el papel –mudo, movido, invisible para los demás ac-tores pero ostentoso para el público– que le ofrecía a Montalvo. Cuando terminó de hablar se le quedó miran-do, risueño e inquisitivo: “¿Aceptas?”
–Era lo último que me faltaba –exclamó Montalvo, haciendo una mueca tragicómica–. Que ya no solo me ofrezca ser mayordomo, portero o chofer, sino mudo e invisible. Des-cender a la condición de objeto, ni más ni menos que un florero o una mesa.

Se rio con amargura y encogió los hombros, como diciendo: ¡esa es mi suerte, qué remedio!
–Bueno, hay otra manera de verlo, Antenor –le levantó la moral el direc-tor, dándole una palmada–. Sería considerar que el hombre de negro es el dios de la representación para los demás actores: está en todas partes aunque invisible para ellos y, en cambio, para los espectadores, visible en todas las escenas, aunque exone-rado de toda forma de acción.
–¿Puedo preguntarte por qué pen-saste en mí para hacer de “hombre de negro”? –preguntó Antenor.
–No fui yo –repuso en el acto Adrianzén–. Fue Aitana Sánchez Gi-jón.

–¿Aitana? –se sorprendió Ante-nor–. ¿Ella sabe que yo existo?
–Dijo que de todos los actores que conocía el único capaz de no existir en un escenario eras tú –explicó Adrianzén–. No me preguntes qué quiso decir, yo tampoco entendí. Pe-ro, como ella es tan inteligente, me convenció. ¿Qué dices? ¿Aceptas?
Antenor dijo que sí, sin la menor alegría.

II

Cuando comenzaron los ensayos, en un sótano del Teatro Español, An-tenor advirtió que Aitana ni siquiera se acordaba de él. Lo saludó con cier-ta sequedad el primer día, murmu-rando: “Mucho gusto.” Solo cuando él le dijo su nombre, dio muestras de reconocerlo y le sonrió: “Hola, Ante-nor, vamos a trabajar juntos ¿ver-dad?, qué bien.”

Apenas comenzaron a leer el texto en grupo, Antenor se sintió incomo-dísimo. No tenía función alguna y Pedrito, el director, jamás se dirigía a él, solo a Aitana (la condesa de la Santa Croce), a Pedro Casablanc (Boccaccio), a Óscar de la Fuente (Pánfilo) y a Marta Poveda (Filome-na). Como no tenía nada que leer, Antenor asumió su condición de fan-tasma o de bulto, con modestia, tra-tando de ser lo más invisible que pu-diera; apenas se movía y jamás abría la boca para hacer alguna pregunta o comentario. Los demás actores ter-minaron también por ignorarlo; casi jamás le dirigían la palabra, incluso en las pausas que hacían para tomar agua, comer algo y algunos, como el director, fumarse un cigarrillo. Solo cuando terminaron las lecturas y Pe-drito Adrianzén comenzó a diseñar las escenas, Antenor tuvo la impre-sión de que adquiría cierta vida; por lo menos, en lo relativo a la movili-dad. De pronto, el director comenzó a darle órdenes: “A ver, Antenor, ponte aquí.” “No de pie, sino arrodillado.” “No mires a los actores.” “Tu mirada debe ser blanca, anodina, inexisten-te.” “Súbete a esa silla. No, mejor en-cógete y acurrúcate debajo de ella.” “A ver, ocúltate a medias detrás de esa cortina.” “Recuerda que tu fun-ción no es la de existir”. “Échate de espaldas y espía lo que ocurre a tu alrededor. Asume tu condición, guar-da total inmovilidad.” “Recuerda que tu función no es la de existir, no for-mas parte del elenco ni de la historia; tu función es solo ‘estar allí’, nada menos y nada más que ‘estar ahí’.”

Antenor obedecía y trataba de aca-tar escrupulosamente las instruccio-nes de Pedrito. A veces, este parecía olvidarse de él; entonces, si la postu-ra en que estaba resultaba demasiado incómoda y un músculo o tendón le dolía demasiado, o tenía un comienzo de calambre, preguntaba a media voz: “¿Podría moverme un poco? Estoy algo agarrotado.” Las miradas de to-dos se volvían hacia él y Antenor te-nía la sensación de que solo ahora es-taban descubriéndolo e, incluso, que Aitana, Pedro, Óscar, Marta y el pro-pio Pedrito Adrianzén se sorprendían de que ese bulto tuviera el don de la palabra.

En las largas esperas, mientras los otros actuaban e iban cuajando las escenas bajo la batuta de Pedrito Adrianzén, Antenor Montalvo tenía tiempo de sobra para pensar. Sobre todo, con una tendencia que se mani-festaba en él con fuerza desde que cumplió la cincuentena, recordaba su infancia y juventud, en el lejano Perú natal, cuando, ante la sorpresa y el disgusto de sus padres, les anunció que, de grande, él no sería dentista como papi, ni maestro como mami, sino actor. ¿Actor? Sus padres se rie-ron de él, no lo tomaron en serio, di-jeron que a todos los niños les daban esas ventoleras, ser domadores de fieras o exploradores en el Ártico, pronto recapacitaría y entraría en ra-zón. Pero la verdad es que les habla-ba muy en serio y que esa vocación que descubrió cuando llevaba todavía pantalón corto era una de las pocas cosas de las que estuvo siempre se-guro: él, de grande, sería actor o no sería nada. ¿Cómo descubrió su vo-cación? Eso no lo sabía. Pero recor-daba muy bien que, en el colegio San Agustín, desde los primeros años de primaria, siempre se había ofrecido como voluntario para todas las actua-ciones, recitales, espectáculos que los padres agustinos y los profesores lai-cos organizaban en el colegio. Y que, desde esos remotos años, él había or-ganizado también en el patio de su casa actuaciones y veladas con sus amigos de barrio, números musicales, recitales de poesía o pequeñas esce-nas que él mismo escribía imitando episodios de películas, la radio o las revistas. Preparaba esas actuaciones con pasión –construyendo escena-rios, improvisando telones, decora-dos–, ni más ni menos que con el mismo entusiasmo con que sus ami-gos organizaban los partidos de fút-bol en el barrio o las excursiones al Estadio Nacional a ver jugar a la “U” y al Alianza Lima o las fiestecitas bai-lables de los sábados.

Se salió con su gusto. Al terminar el colegio entró a la Universidad Ca-tólica, a estudiar Letras, pero, en ver-dad, a matricularse en el TUC (Teatro de la Universidad Católica), uno de los pocos lugares donde podía for-marse un actor en aquel tiempo en el Perú. Estuvo allí apenas un año, tra-bajando solo una vez ante el público, en un papelito menor, en una obra de Calderón de la Barca dirigida por Ri-cardo Blume. Pues al año siguiente su padre, resignado ya a que su único hijo se dedicara a ese incierto oficio, lo mandó a España a que completara allí su formación y “alcanzara el éxi-to”. Antenor nunca más había vuelto al Perú.

“El éxito”, pensó el hombre de ne-gro, apoyado en una supuesta colum-na, a menos de medio metro de la condesa de la Santa Croce y el duque Ugolino, enfrascados en ese momen-to en una violenta disputa en la que chasqueaba un látigo. ¿Había tenido alguna vez en su vida de actor la sen-sación de éxito? Pensó, recordó, fan-taseó: “Creo que nunca. Aplausos, menciones al paso, felicitaciones de los amigos, sin duda. Pero esa cosa grande, impersonal, envolvente y mi-lagrosa, el éxito, no, jamás.” Eso no lo había conocido y era seguro que tampoco lo conocería en lo que le quedaba por vivir.

No era por la falta de éxito que había decidido suicidarse; era por ha-ber perdido las ilusiones y la admira-ción y el respeto que durante su ju-ventud y primera madurez le produ-cía el teatro, en aquellos años en que todavía soñaba con encarnar en un escenario a Segismundo, Hamlet, Harpagón o don Juan. Su formación había sido bastante buena. Después de Madrid, vivió un par de años en París, aprendió francés, fue aceptado en la academia de Jacques Lecoq, y practicó allí un par de temporadas las estrictas enseñanzas físicas y teóricas del antiguo luchador convertido en funámbulo y teórico de la actuación.

¿Por qué nunca había tenido éxito? Durante mucho tiempo, lo atribuyó a su mala suerte, a su escasa aptitud para conquistar amigos influyentes, a su incapacidad para adular o, incluso, hacerse simpático a quienes podían ayudarle a abrirse camino, conseguir buenos contratos, papeles relevantes. ¿Había sido un imbécil creyendo que existía una justicia inmanente, que en su caso terminaría por imponerse, premiando tarde o temprano su cons-tancia, su profesionalismo, el rigor con que estudiaba y trataba de com-poner el personaje cuando conseguía actuar? A lo largo de años, pese a no haber salido jamás de esa mediocre existencia profesional en la que nun-ca conseguía sobresalir, había mante-nido la esperanza de que cambiara su suerte y, de pronto, las cosas mejora-ran para él en el mundo del espec-táculo. ¿Cuándo la perdió? Hacía va-rios años ya, pero no de golpe, sino poco a poco. Sus ilusiones fueron di-luyéndose como un día que anoche-ce. Hasta que una tarde se dijo que no podía seguir engañándose, tenía que aceptar que nunca más le ofrecerían un rol protagónico en una obra de teatro, una telenovela o una película, que lo que le quedaba de vida profe-sional lo pasaría hundiéndose cada vez más en esa gris mediocridad en la que siempre vivió.

¿Qué habría querido decir Aitana Sánchez Gijón con aquello de que él era el mejor actor para representar la inexistencia en un escenario? Le ha-bía hecho gracia al principio, aunque no lo entendía del todo, pero al cabo de cierto tiempo le pareció que la fra-se era dolorosa y hasta cruel. ¿Qué mérito podía tener representar la inexistencia? Ninguno. La frase que-ría decir, simplemente, que él pasaba siempre inadvertido, cualquiera que fuera su papel; que era incapaz de dar un asomo de vida a esos personajes de segunda o tercera que encarnaba; que su pobre trabajo contribuía más bien a subsumirlos en la nada.

A medida que se hundía en la ociosidad y en la escasez y la pobreza por la falta de trabajo, Antenor fue aceptando que no era tanto la mala suerte ni su carácter poco afecto a la adulación y el oportunismo lo que había hecho de él un fracasado sino, ay, su falta de talento. Su suerte no era una injusticia sino, pura y sim-plemente, consecuencia de su falta de inspiración, de su intrínseca poque-dad. Fue cuando llegó a esta conclu-sión que decidió suicidarse. No fue una decisión desgarradora, dramática. Todo lo contrario: una elección tran-quila, serena, tomada en una tarde fresca de otoño, mientras daba un pa-seo alrededor del lago del Retiro, lue-go de haber pasado varias horas le-yendo a un autor belga vinculado al simbolismo que hasta entonces no conocía, Michel de Ghelderode, en la Biblioteca Nacional. Hacía de esto unas tres o cuatro semanas: mejor morir antes de tocar fondo y pasar una decadencia humillante, de miseria e idiotismo. Lo había preparado todo con detalle. Sería con pastillas de an-fetamina –con un frasco entero so-braría–, a la hora del sueño. Dejaría un sobre con una carta junto a su ca-dáver, pidiendo a la Sociedad de Ac-tores, si es que se encargaba de fi-nanciar su entierro pese a no estar él al día en sus cuotas, que lo incinera-ran pues lo entristecía imaginar su cadáver devorado por gusanos. La inesperada oferta de Pedrito Adrianzén de ser “el hombre de ne-gro” en Los cuentos de la peste había aplazado su decisión. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta terminar las ocho semanas programadas para la obra?

III

Aquello ocurrió al comenzar la sexta semana. La crítica no había sido muy buena con la obra, tampoco muy mala, y, por supuesto, nadie había mencionado siquiera al “hombre de negro”. Pero el público respondió bastante bien. Trabajaron casi todo el tiempo con la sala llena y muchos días en la boletería se colgó el carteli-to de “Localidades agotadas”. La gen-te se emocionaba, reía, aplaudía y Antenor comió ese mes y medio dos veces al día, algo que no le ocurría hacía tiempo.

Su relación con los demás actores fue buena, pero no intimó con nin-guno; compartían bromas o pequeñas charlas antes o luego de la función y algunas veces se tomaban un bocadi-llo con una caña o un vaso de vino en la pequeña cafetería del teatro inter-cambiando ideas sobre cosas banales. Con la que menos había tenido esos intercambios era con Aitana Sánchez Gijón, a la que nunca se atrevió a preguntarle qué había querido decir exactamente con aquello de que él era el actor que representaba mejor la inexistencia en un escenario. Él la admiraba como actriz y había soñado trabajar alguna vez con ella, algo que por supuesto nunca consiguió; pero lo intimidaba un poco la actitud dis-tante, ligeramente altiva, que, le pare-cía, establecía entre ella y sus interlo-cutores una invisible frontera que na-die, salvo un puñadito de privilegia-dos, conseguía cruzar.

Desde el principio, cuando la obra llegaba al episodio de “El halcón”, en las postrimerías del espectáculo, a Antenor le entraba un curioso desa-sosiego, la inquietante sensación de que algo inesperado e importante iba de pronto a ocurrir, algo que no figu-raba en el texto ni el montaje de la obra. Y que, por lo demás, nunca ocurría. Pero aquella sensación resu-citaba cada vez que la obra llegaba al episodio de “El halcón”, una bonita historia en la que un empobrecido ga-lán, Federico de Alberigue, sacrifica-ba a su querido halcón para poder ofrecer un almuerzo decente a Dama Johane, la mujer de sus sueños. El galán relataba su historia al público mientras Aitana, transformada en la heroína de “El halcón”, daba tres vueltas y media a una fuente circular, a muy poca distancia de “el hombre de negro”, a quien Pedrito Adrianzén había instalado durante toda la escena sentado a ras de tierra, hecho una es-tatua. Era al llegar a este momento de la obra cuando Antenor se sentía in-quieto, con la impresión de que algo tremendo, imprevisible, iba a suceder en cualquier instante. Pero nada ocu-rría y minutos después él recuperaba la normalidad.

Hasta ese viernes de la sexta se-mana en que, efectivamente, algo ocurrió. Algo que Antenor percibió antes de verlo, antes de que su con-ciencia tomara cuenta cabal de que aquello, pese a ser imposible, estaba realmente ocurriendo a medio metro de distancia de sus ojos, cada vez que Aitana –la viuda que daba vueltas a la fuente mientras su galán relataba sus frustrados intentos para seducirla– pasaba a su lado, rozando el ruedo de su túnica el cuerpo y la cara del hom-bre de negro. Estaba descalza y tenía unos pies muy blancos y bonitos, armoniosamente dibujados, que se deslizaban en torno a ese círculo con una notable suavidad y ligereza como si –y en ese momento el corazón de Antenor empezó a latir con furia– no estuviera realmente tocando el suelo, sino deslizándose en el aire a milíme-tros de él. Y eso era, sí, sí, sus ojos lo habían advertido y en esta segunda vuelta lo confirmaron, y lo volvieron a confirmar en la tercera, lo que efec-tivamente estaba ocurriendo: ¡esos pies no tocaban el suelo! En algún momento habían despegado ligerísi-mamente de la tierra sin que nadie –salvo Antenor– lo advirtiera, y flota-ban discretamente a una mínima pero inequívoca distancia del suelo. En la última media vuelta, cuando Aitana dejaba de circular, aquellos pies blan-cos, con la misma discreción, habían regresado ya a la tierra y se hundían en la falsa hierba del escenario.

¿Había ocurrido aquello? Por su-puesto que no. Ni Aitana ni nadie te-nía en este mundo la facultad de levi-tar. Lo que había visto Antenor –lo que había creído ver– era una falsa impresión, una ilusión, un disparate, la invención de sus ojos aburridos. Por eso no comentó aquello con na-die, ni bromeó al respecto, y esperó con impaciencia que llegara la fun-ción de la noche siguiente –la del sá-bado– para comprobar que, con todo lo buena actriz que era, tampoco Ai-tana tenía la facultad sobrenatural de elevarse del suelo para que su vuelta alrededor de la fuente alcanzara la fluidez de un desliz inmaterial, de un vuelo.

En los instantes que precedieron la primera vuelta de Aitana a la fuente, el corazón de Antenor comenzó a latir con tanta fuerza que tuvo que abrir la boca, asustado. Pensaba que podía ahogarse, aturdirse y perder el senti-do. Felizmente, los espectadores no lo miraban a él, estaban concentrados en la historia del joven galán o en la vuelta que comenzaba a dar Aitana alrededor de la fuente. Pero cuando esta pasó frente a sus ojos no le cupo la menor duda: esos pies no tocaban el suelo, flotaban sobre él, a una dis-tancia escasa pero inequívoca. Ante-nor echó una mirada circular a los espectadores: ninguno de ellos mira-ba esos pies, ni, tampoco, si lo hubie-ran hecho, habrían advertido lo que él, solo él, por estar sentado en el suelo, tenía la perspectiva suficiente para comprobar: que algo imposible, en contradicción de todas las leyes físicas, estaba ocurriendo allí, en ese escenario circular, en ese patio de bu-tacas que el decorador había conver-tido en un jardín del Renacimiento florentino, algo que solo podría lla-marse extraordinario, único, milagro-so, sobrenatural. Durante esas tres vueltas y media de Aitana a la fuente Antenor no apartó los ojos un segun-do del suelo. No era una sugestión, no era una fantasía: esos pies no lo tocaban, se habían apartado, elevado de él, apenas, es verdad, pero lo sufi-ciente como para que ella no tuviera que andar, para que flotara graciosa-mente como si una invisible plata-forma la estuviera haciendo girar con suavidad y elegancia en torno de la fuente.

Solo cuando Aitana dejó de girar, subió a la fuente, dejó de ser la viuda de la historia del halcón y se convir-tió en la condesa de la Santa Croce, se atrevió Antenor a buscar sus ojos. Quería saber si ella era consciente de lo que hacía, de esa increíble muta-ción que perpetraba su cuerpo ele-vándose del suelo por uno o dos mi-nutos para que su desliz alcanzara esa delicada perfección. Pero no lo consi-guió; ella no miraba a nadie en parti-cular cuando actuaba.

Las dos semanas siguientes, las últimas de la representación, estuvo Antenor concentrado en aquellos ins-tantes; y todas las veces vio ocurrir aquel fenómeno que lo maravillaba, aceleraba su corazón y le quitaba el aliento. Y todas las veces, cuando, luego de ocurrido, él buscaba la mi-rada de Aitana para saber si ella era consciente o no de que en aquel epi-sodio levitaba, ella esquivaba sus ojos y no podía averiguarlo. Varias veces tuvo la tentación de comentar el hecho con Pedrito Adrianzén o con algunos de los actores del elenco, pe-ro, cada vez que iba a hacerlo, se desanimaba, convencido de que se reirían creyendo que les hacía una broma, o comenzarían a tomarlo por un delirante o un loco. ¿Quién iba a creerle semejante cosa? Y, por otra parte, temía que, si lo divulgaba, aquello dejaría automáticamente de ocurrir, que, si lo compartía con al-guien, Aitana volvería en ese episo-dio, vulgarmente, a caminar.

IV

El último día, luego de la función, todo el equipo de Los cuentos de la peste cenó en un pequeño restaurante italiano de la calle Echegaray. Con una audacia infrecuente en él, Ante-nor se las arregló para sentarse junto a Aitana. Buena parte de la cena le fue imposible entablar una conversación a solas con ella; todos hablaban con todos y nadie se enfrascaba en un diálogo particular. Pero, a la hora de los postres –helados, tartufo o tarta de fresa–, en una pausa, Antenor se atrevió a dirigirse a ella directamente, en voz baja:

–En esa escena en que das vueltas a la fuente, cuando la historia de “El halcón” –comenzó a decir, pero no pudo continuar porque vio que Aita-na palidecía de golpe y sus ojos se atolondraban; pestañaba como presa de un ataque de terror, miraba a uno y otro lado como queriendo escapar de aquello que Antenor quería decirle o preguntarle. La vio tan turbada, que no se atrevió a continuar. “¿Sí, sí?”, la oyó decir, mirándolo con unos ojos en los que –Antenor no tuvo la menor duda– había una súplica mani-fiesta, tan elocuente, que él se apresu-ró a cambiar de tema.

–Nada, nada –dijo, sonriendo, en-cogiendo los hombros, levantando su copa–. Una tontería. ¡Salud, Aitana! Ha sido un gran placer para mí traba-jar por fin contigo, ojalá coincidamos en las tablas otra vez.

–Claro, por supuesto –le agrade-cieron los mismos ojos, aliviados, y su copa chocó la suya–. Espero que sí, y no una sino muchas veces, An-tenor.

Esa noche, cuando en un Madrid desierto ya de noctámbulos, donde pronto comenzaría a amanecer, Ante-nor regresaba andando despacio a su pensión del Lavapiés, una extraña sensación se había apoderado de él. De alegría y optimismo. Hacía mucho tiempo, muchos años, que no se sen-tía así, convencido de que, pese a to-do, esta vida, probablemente la única con que contábamos, valía la pena de vivirse hasta el final. Porque en ella ocurrían a veces cosas extraordina-rias que solo ciertos seres –¿extraordinarios, también?– tenían la facultad de percibir. Y, quién lo hu-biera dicho, él, el pobre y mediocre Antenor Montalvo, era uno de esos elegidos. Testigo y cómplice de una facultad sobrenatural –o, por lo me-nos, inusitada y fantástica– de Aitana Sánchez Gijón, de la que ella era muy consciente por supuesto, y que por una misteriosa razón sobre la que no quería hacer suposiciones ni enterar-se de la causa, le había sido permitido descubrir. Y compartirlo con ella. ¿No era eso, en cierta forma, algo equivalente a gozar de ese éxito que a él se le había escurrido de las manos en su vida de actor? Lo sentía como un desagravio, una compensación. Ahora lo tenía, pues, aquel éxito que sus padres lo mandaron a buscar en Europa. Era secreto, nadie se entera-ría nunca. ¡Qué importaba! Por lo menos Aitana sabía que él sabía y eso creaba entre los dos, aunque no vol-vieran a verse ni a trabajar juntos, un vínculo, una alianza, algo irrompible, que a Antenor, aunque el resto de su vida siguiera siendo sórdida y medio-cre, lo recompensaba de las mil y una frustraciones de su carrera y le inyec-taba de nuevo a sentir desde su remo-ta juventud. Carajo, después de todo, la vida, el teatro eran algo formidable, ¿no, Antenor Montalvo? ~

Madrid, agosto de 2015























Fuentes:

EL HOMBRE DE NEGRO DE MARIO VARGAS LLOSA [en línea]: documento electrónico subido a in-ternet. 01 agosto 2019 [fecha de con-sulta 25 de noviembre 2020]. Dispo-nible en:
Translation - Italian
Quando il regista di teatro Pedrito Adrianzén concordò un incontro con Antenor Montalvo al Gijón “per berci un caffè e parlarti di un proget-to”, quest’ultimo, attore fallito e in pro¬cesso di disintegrazione psicolo-gica e morale, viveva nell’insolvenza in una pensione da quattro soldi a Lavapiés che non pa-gava da tre mesi e stava facendosi rigirare in testa l’idea di suicidarsi. La faccetta di Adrianzén lo sorprese. Era possibile che quel regista famo-sissimo lo chiamasse per offrirgli un ruolo? A lui? Antenor, con i suoi cinquanta e spicci anni, si sapeva da tempo che era un fallito. Come atto-re, giacché quasi nessuno lo ingag-giava, tranne che per fare da mag-giordomo o autista in commedie di valore discutibile o particine ancora più insignificanti in telenovelas o filmetti dozzinali; e anche nelle rela-zioni, infatti l’ultima donna con la quale convisse lo aveva abbandona-to già da un paio di anni “perché impotente e perché inutile” (glielo disse così nella sua brutale lettera di addio). Non aveva più parenti in vita e la povertà gli aveva man mano fat-to perdere gli amici –si vergognava che pagassero sempre loro la birra o il bicchiere di vino al bar, quindi smise di frequentare la sua vecchia cricca– e isolato in una solitu¬dine nevrotica e corrucciata, salvo quan-do rimediava qualche lavoretto, tra-scorreva le sue mattinate e i suoi pomeriggi leggendo nella Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos.
Arrivò al Gijón qualche minuto prima delle undici, l’ora fissata per l’appuntamento, e Pedrito Adrianzén era già lì, giovanile e appariscente come al solito. Lo aveva conosciuto indirettamente, quando iniziava la sua meteorica carriera di successi con il suo spettacolare montaggio de Le donne al Parlamento, di Aristo-fane, per il quale ha ottenuto il pri-mo premio al Festival del Teatro Classico di Mérida, in Extremadura. Gli apparì ancora più giovane di al-lora, con i suoi tatuaggi sul viso e sulle braccia, i suoi blue jeans bu-cherellati e l’orecchino sballottargli all’orecchio destro. Al posto della lunga parrucca che Antenor gli rammentava, portava ora i capelli tagliati a spazzola e aveva un grap-polo di collanine a colori vivaci so-pra la sua camicetta blu scuro, aper-ta fino all’ombelico. Mentre si da-vano la mano, Antenor Montalvo si sentì preistorico col suo completo antidiluviano, la sua camicetta col colletto e la sua cravatta col nodo in miniatura che da almeno dieci anni indossava sempre nelle grandi occa-sioni. (Da molto tempo non si com-prava vestiti e con tanti lavaggi e sti-rate quelli che portava indosso ri-flettevano la brillantezza e l’inconsistenza di una foglia di ci-polla).
–Vuoi un caffè, un’acqua mine-rale? – gli chiese il giovane regista, indicandogli di sedersi di fronte a lui.
–Se non ti dispiace, preferirei un panino al prosciutto e formaggio – disse Montalvo, sprofondando dalla vergogna–. E un macchiato.
–Certo, certo – assentì Adrianzén –. Ti starai chiedendo perché volevo che ci incontrassimo.
–Ebbene, sì, mi è venuto un col-po – rispose Antenor, con la fran-chezza che da sempre lo contraddi-stinse –. Una grande illusione, inol-tre. Come ti immaginerai, non sono un attore a cui chiamano tutti i giorni i registi famosi come te.
–Ho una parte per te nella rap-presentazione che dirigerò – entrò Adrianzén nel merito all’istante –. Cominceremo le prove il prossimo lunedì, al Teatro Español, de Los cuentos de la peste, di Vargas Llosa. È un adattamento molto libero del Decamerone di Boccaccio. Non do-vrai dire una sola parola, ma sarai in scena dal principio alla fine. Sarai “l’uomo in nero”, il kuroko, che compare in tutti gli spettacoli del ka-buki giapponese. Ti interessa?
Adrianzén aveva appena trascor-so un periodo in Giappone, ospite di The Japan Foundation, per familia-rizzarsi con il teatro giapponese an-tico e moderno. Aveva visto e chiacchierato con attori, registi, au-tori e tecnici del teatro tradizionale e contemporaneo giapponese, dal po-polare kabuki al delizioso nô, così come l’arte sottile del teatro delle marionette, il bunraku, con tamburi e pupazzi, a Kioto, e visitato labora-tori, maestri, scuole di formazione, accademie, eccetera. Di tutta quella ricca esperienza quel che più lo ave-va impressionato era la presenza del kuroko, “l’uomo in nero”, negli spettacoli del kabuki, l’antico teatro popolare giapponese.
–È un uomo presente nello spet-tacolo – gli sentì dire Antenor, entu-siasta come un bambino con un gio-cattolo nuovo –. Eppure, non è un personaggio né fa parte della trama. Comunque, appare tutto il tempo in essa: dietro le porte che si aprono o si chiudono, sotto i tavoli, schiaccia-to dentro le credenze e gli armadi, porgendo agli attori fazzoletti o co-pricapi, senza che qualcuno sul pal-co noti la sua presenza, invisibile al cast, ma non agli spettatori, ai quali invece sì si mostra di continuo. A che pro? Ricordare loro che quel che stanno vedendo non è la verità ma il teatro, non la vita bensì una rappre-sentazione fittizia della vita. L’“uomo in nero” è un predecessore remoto – nacque nel secolo XVI, puoi immaginare – di quello che Brecht voleva ottenere nei suoi montaggi: ricordare agli spettatori che non dovevano confondere quel che vedevano sul palco con la vita reale, che il teatro è solamente un simulacro della vita.

Ad Adrianzén gli era balenata l’idea di fare una trasposizione de “l’uomo in nero” del kabuki nel suo montaggio de Los cuentos de la peste al Teatro Español e quello era il ruo-lo – muto, intenso, invisibile agli al-tri attori, eppure, pretenzioso agli occhi del pubblico – che gli offriva a Montalvo. Quando finì di parlare rimase a guardarlo, ridente e inquisi-tivo: “Accetti?”
–Ci mancava solo questa –esclamò Montalvo, facendo una smorfia tragicomica. – Era abba-stanza prestarsi a essere solamente maggiordomo, portiere o autista, ma ora anche muto e invisibile. Discen-dere alla condizione di oggetto, ne più ne meno che un vaso di fiori o un tavolo.
Rise con amarezza e incassò le spalle, come per dire: quello è il mio destino, che ci vuoi fare!
–Bene, c’è un altro modo per ve-derla, Antenor – gli sollevò il morale il regista, dandogli una pacca –. Sa-rebbe considerare che l’uomo in ne-ro è il dio della rappresentazione per tutti gli altri attori: è presente dap-pertutto sebbene invisibile a loro e, in cambio, agli spettatori, visibile in tutte le scene, sebbene esonerato da ogni forma di azione.
–Posso chiederti perché hai pen-sato a me per fare da “uomo in ne-ro”? – chiese Antenor.
–Non sono stato io – tentò di giustificarsi Adrianzén. – È stata Ai-tana Sánchez Gijón.
–Aitana? – si sorprese Antenor. – Lei sa che io esisto?
–Ha detto che di tutti gli attori che conoscesse l’unico capace di non esistere in un palcoscenico eri tu – spiegò Adrianzén. – Non mi chiede-re cosa volesse dire, io neanche ho capito. Però, dato che lei è molto in-telligente, mi ha convinto. Che dici? Accetti?
Antenor disse di sì, senza la mi-nima gioia.

II

Quando cominciarono le prove, in un seminterrato del Teatro Español, Antenor percepì che Aitana neanche si ricordava di lui. Lo salu-tò con certa freddezza il primo gior-no, mormorando: “Molto piacere.” Solo quando lui le disse il suo no-me, diede segnali di riconoscerlo e gli sorrise: “Ciao, Antenor, lavore-remo insieme vero? Che bello.”

Appena cominciarono a leggere il testo in gruppo, Antenor si sentì molto a disagio. Non aveva funzione alcuna e Pedrito, il regista, in nessun momento si rivolgeva a lui, solo ad Aitana (la contessa della Santa Cro-ce), a Pedro Casablanc (Boccaccio), a Óscar de la Fuente (Panfilo) e a Marta Poveda (Filomena). Siccome non aveva niente da leggere, Ante-nor assunse la sua condizione di fantasma o di sagoma, con mode-stia, tentando di essere il più invisi-bile che poteva; si muoveva appena e non apriva mai la bocca per fare qualche domanda o commento. Gli altri attori finirono per ignorarlo; quasi mai gli rivolgevano la parola, persino nelle pause che facevano per bere acqua, mangiare qualcosa e alcuni, come il regista, fumarsi una sigaretta. Solamente quando finirono le letture e Pedrito Adrianzén co-minciò a disegnare le scene, Antenor ebbe l’impressione di ottenere certa vitalità; per lo meno, rispetto il suo dinamismo. All’improvviso, il regi-sta cominciò a dargli ordini: “Allora, Antenor, mettiti qui.” “Non in piedi, ma inginocchiato.” “Non guardare gli attori.” “Il tuo sguardo deve esse-re vuoto, insignificante, inesistente.” “Sali su quella sedia. No, piuttosto ripiegati e accovacciati sotto di es-sa.” “Allora, celati per metà dietro quella tenda.” “Ricorda che la tua funzione non è quella di esistere”. “Stenditi sulla schiena e spia ciò che avviene intorno a te. Assumi la tua condizione, mantieni totale immobi-lità.” “Ricorda che la tua funzione non è quella di esistere, non fai par-te del cast né della storia; la tua fun-zione è solo ‘essere lì’, né più né meno che ‘essere lì’.”

Antenor ubbidiva e tentava di eseguire scrupolosamente le istru-zioni di Pedrito. A volte, questi sembrava dimenticarsi di lui; allora, se la postura in cui si trovava risul-tava troppo scomoda e un muscolo o tendine gli faceva troppo male, o aveva un principio di crampo, chie-deva a mezza voce: “Potrei muo-vermi un po’? Sono lievemente irri-gidito.” Le occhiate di tutti si volta-vano verso di lui e Antenor aveva la sensazione che soltanto ora lo sta-vano scoprendo e, persino, che Ai-tana, Pedro, Óscar, Marta e lo stesso Pedrito Adrianzén si sorprendessero che quella sagoma avesse il dono della parola.

Nelle lunghe attese, mentre gli al-tri recitavano ed elaboravano le sce-ne sotto la conduzione di Pedrito Adrianzén, Antenor Montalvo aveva tempo a sufficienza per pensare. Soprattutto, con una tendenza che si manifestava in lui con forza da quando compì la cinquantina, ricor-dava la sua infanzia e gioventù, nel lontano Perù natale, quando, di fronte alla sorpresa e il disgusto dei suoi genitori, gli annunciò che, da grande, lui non sarebbe diventato dentista come papi, né maestro co-me mami, bensì attore. Attore? I suoi genitori risero di lui, non lo presero sul serio, dissero che a tutti i bambini gli venivano quelle sma-nie, diventare domatori di animali feroci o esploratori nell’Artico, pre-sto si sarebbe ravveduto e gli sareb-be tornata la ragione. Però la verità è che lui parlava loro molto sul serio e che quella vocazione che scoprì quando indossava ancora i panta-loncini era una delle poche cose del-le quali è stato sempre sicuro: lui, da grande, sarebbe diventato attore o non sarebbe diventato niente. Come scoprì la sua vocazione? Quello non lo sapeva. Però ricordava molto be-ne che, nel collegio Sant’Agostino, fin dai primi anni di elementari, sempre si era offerto come volonta-rio per tutte le rappresentazioni, de-clamazioni, spettacoli che i padri agostiniani e i professori laici orga-nizzavano nel collegio. E che, fin da quei remoti anni, lui aveva organiz-zato anche nel giardino di casa sua rappresentazioni e mascherate con i suoi amici di quartiere, numerosi musical, declamazioni di poesia o piccole scene che lui stesso scriveva imitando episodi di film, la radio o le riviste. Preparava quelle rappre-sentazioni con passione -costruendo scenari, improvvisando teloni, alle-stimenti-, senza maggiore né minore entusiasmo di quello stesso con cui i suoi amici organizzavano le partite di calcio nel quartiere o le escursioni al Estadio Nacional a veder giocare la “U” e l’Alianza Lima o le festic-ciole ballabili dei sabati.

Fece di testa sua. Appena finite le superiori entrò all’Universidad Católica, a studiare Lettere, però, in realtà, a immatricolarsi nel TUC (Teatro dell’Uni¬versidad Católica), uno dei pochi posti dove poteva formarsi un attore a quei tempi in Perù. Stette lì appena un anno, lavo-rando soltanto una volta davanti al pubblico, in una particina minore, in una opera di Calderón de la Barca diretta da Ricardo Blume. Comun-que, l’anno successivo suo padre, rassegnato già al fatto che il suo uni-co figlio si dedicasse a quel mestiere incerto, lo mandò in Spagna ché completasse lì la sua formazione e “raggiungesse il successo”. Antenor mai più aveva fatto ritorno in Perù.

“Il successo”, pensò l’uomo in nero, appoggiato a una colonna fitti-zia, a meno di mezzo metro dalla contessa di Santa Croce e il duca Ugolino, impegnati in quel momento in una violenta disputa nella quale schioccava una frusta. Aveva avuto qualche volta nella sua vita di attore la sensazione di successo? Pensò, ricordò, fantasticò: “Credo mai. Ap-plausi, acclamazioni senza sosta, congratulazioni degli amici, senza dubbio. Però quella cosa grande, impersonale, coinvolgente e miraco-losa, il successo, no, mai.” Quello non lo aveva conosciuto ed era sicu-ro che nemmeno lo avrebbe cono-sciuto in quel che gli rimaneva da vivere.

Non era per la mancanza del suc-cesso che aveva deciso di suicidarsi; era per aver perso le illusioni e l’ammirazione e il rispetto che du-rante la sua giovinezza e prima ma-turità gli procurava il teatro, in que-gli anni in cui ancora sognava di in-terpretare in uno scenario Sigismon-do, Amleto, Arpagone o don Gio-vanni. La sua formazione era stata abbastanza buona. Dopo Madrid, visse un paio di anni a Parigi, impa-rò il francese, fu accettato all’accademia di Jacques Lecoq, e applicò lì -un paio di stagioni- i rigo-rosi insegnamenti fisici e teorici dell’antico lottatore convertito in fu-nambolo e teorico della recitazione.
Perché non aveva mai avuto suc-cesso? Per molto tempo, lo attribuì alla sua cattiva sorte, alla sua scarsa attitudine a conquistarsi amici in-fluenti, alla sua incapacità di adulare o, persino, fare il simpatico con co-loro che potevano aiutarlo a farsi strada, ottenere buoni contratti, parti rilevanti. Era stato un imbecille a credere che esistesse una giustizia immanente, che nel suo caso avreb-be terminato per imporsi, premiando prima o poi la sua costanza, la sua professionalità, il rigore con cui stu-diava e tentava di aggiustare il per-sonaggio quando riusciva a recitare? Trascorsi tanti anni, seppure non fosse uscito mai da quella mediocre esistenza professionale dalla quale mai riusciva a emergere, aveva man-tenuto la speranza che girasse la sua fortuna, e, all’improvviso, le cose migliorassero per lui nel mondo del-lo spettacolo. Quando la perse? Già qualche anno fa, ma non di colpo, bensì poco alla volta. Le sue illusio-ni si diluivano come un giorno che scurisce. Fino a che un pomeriggio si disse che non poteva continuare a ingannarsi, doveva accettare che mai più gli avrebbero offerto un ruolo da protagonista in un’opera teatrale, una telenovela o un film, che ciò che gli rimaneva della vita professionale lo avrebbe passato sprofondando sempre più in quella grigia mediocri-tà nella quale sempre visse.

Cosa avrà voluto dire Aitana Sánchez Gijón con quel che lui era il migliore attore per rappresentare l’inesistenza sulla scena? Gli aveva fatto piacere all’inizio, benché non lo intendesse del tutto, però trascor-so un certo lasso di tempo gli parve che la frase fosse dolorosa e persino crudele. Quale merito poteva avere rappresentare l’inesistenza? Nessu-no. La frase voleva dire, semplice-mente, che lui passava sempre inav-vertito, qualsiasi fosse la sua parte; che era incapace di dare un barlume di vita a quei personaggi di seconda o terza che incarnava; che il suo po-vero lavoro contribuiva piuttosto a subissarli nel nulla.

Nella misura in cui sprofondava nell’oziosità e nella pochezza e la povertà per mancanza di lavoro, An-tenor cominciò ad accettare che non era tanto la sua cattiva sorte né il suo carattere poco portato all’adulazione e l’opportunismo ciò che aveva fatto di lui un fallito ma, ahimè, la sua mancanza di talento. Il suo destino non era un’ingiustizia ma, puramente e semplicemente, conseguenza della sua mancanza di ispirazione, della sua intrinseca po-vertà. Fu quando arrivò a questa conclusione che decise di suicidarsi. Non fu una decisione lacerante, drammatica. Tutto il contrario: una elezione tranquilla, serena, presa in un pomeriggio fresco d’autunno, mentre faceva una passeggiata attor-no al lago del Retiro, dopo aver pas-sato varie ore a leggere un autore belga appartenente al simbolismo che fino ad allora non conosceva, Michel de Ghelderode, nella Biblio-teca Nacional. Di lì a tre o quattro settimane dopo: meglio morire pri-ma di toccare fondo e passare una decadenza umiliante, di miseria e idiotismo. Aveva preparato il tutto nei minimi dettagli. Sarebbe stato con pastiglie di anfetamina -una boccetta intera basta e avanza-, all’ora di addormentarsi. Avrebbe lasciato una busta con una lettera accanto al suo cadavere, chiedendo alla Sociedad de Actores, se si fosse incaricata di finanziare il funerale sebbene non fosse lui in regola con le sue quote, che lo cremassero ché lo intristiva immaginare il suo cada-vere divorato dai vermi. L’inaspettata offerta di Pedrito Adrianzén di essere “l’uomo in ne-ro” ne Los cuentos de la peste aveva posticipato la sua decisione. Fino a quando? Fino a terminare le otto set-timane programmate per l’opera?

III

Quello successe all’inizio della sesta settimana. La critica non era stata molto buona con l’opera, nemmeno molto cattiva, e, natural-mente, nessuno aveva menzionato affatto “l’uomo in nero”. Eppure, il pubblico rispose abbastanza bene. Lavorarono quasi tutto il tempo con la sala piena e molti giorni in bigliet-teria si appese il cartellino di “posti esauriti”. La gente si emozionava, rideva, applaudiva e Antenor man-giò quel mese e mezzo due volte al giorno, cosa che non gli capitava da tempo.

La sua relazione con gli altri fu buona, sebbene non si sbottonò con nessuno; condividevano scherzi o piccole chiacchiere prima o dopo lo spettacolo e qualche volta si pren-devano un panino con una birra o un bicchiere di vino nella piccola caffetteria del teatro scambiandosi idee su cose banali. Colei con la quale meno aveva avuto quegli scambi era Aitana Sánchez Gijón, alla quale mai si arrischiò a chiedere cosa avesse voluto dire esattamente con quel che lui era l’attore che rap-presentava meglio l’inesistenza sulla scena. Lui la ammirava come attrice e aveva sognato di lavorare qualche volta con lei, cosa che naturalmente non ottenne mai; però, era intimidito un po’ da quella attitudine distante, leggermente altezzosa, che, gli sem-brava, stabiliva tra lei e i suoi inter-locutori una frontiera invisibile che nessuno, tranne una manciata di privilegiati, riusciva ad attraversare.

Fin dal principio, quando l’opera arrivava all’episodio de “Il falcone”, nelle battute finali dello spettacolo, a Antenor lo possedeva un curioso turbamento, la inquietante sensazio-ne che qualcosa di inaspettato e im-portante sarebbe accaduta presto, qualcosa che non figurava nel testo né nel montaggio dell’opera. E che, per lo più, non succedeva mai. Ep-pure, quella sensazione resuscitava ogni volta che l’opera arrivava all’episodio de “Il falcone”, una gradevole storia nella quale un im-poverito galante, Federico de Alberi-gue, sacrificava il suo amato falcone per poter offrire un pranzo decente a Dama Johane, la donna dei suoi so-gni. Il galante raccontava la sua sto-ria al pubblico mentre Aitana, tra-sformata nell’eroina de “Il falcone”, faceva tre giri e mezzo di una fonta-na circolare, a molta poca distanza da “l’uomo in nero”, colui che Pe-drito Adrianzén aveva installato du-rante tutta la scena seduto a raso ter-ra, fattosi statua. Era al giungere di questo momento dell’opera durante il quale Antenor si sentiva inquieto, con l’impressione che qualcosa di tremendo, imprevedibile, stava per succedere da un momento all’altro. Però niente succedeva e minuti dopo lui recuperava la normalità.

Fino a quel venerdì della sesta settimana in cui, effettivamente, qualcosa accadde. Qualcosa che An-tenor percepì prima di vederlo, pri-ma che la sua coscienza prendesse atto di ciò che, sebbene fosse im-possibile, stava realmente accaden-do a mezzo metro di distanza dai suoi occhi, ogni volta che Aitana –la vedova che faceva giri alla fontana mentre il suo galante raccontava i suoi frustranti tentativi per sedurla– passava al lato suo, sfiorando il ri-svolto della sua tunica il corpo e il viso dell’uomo in nero. Era scalza e aveva dei piedi molto bianchi e gra-devoli, armoniosamente disegnati, che scivolavano attorno a quel cer-chio con una notevole soavità e leg-gerezza come se –e in quel momento il cuore di Antenor cominciò a pal-pitare con furia– non stesse real-mente toccando il suolo, bensì sci-volando nell’aria a millimetri da lui. E ciò era, sì, sì, i suoi occhi lo ave-vano avvertito e in questo secondo giro lo confermarono, e lo riconfer-marono al terzo, ciò che effettiva-mente stava accadendo: quei piedi non toccavano terra! In qualche momento si erano staccati leggeris-simamente dal suolo senza che nes-suno –salvo Antenor– lo avvertisse, e fluttuavano discretamente ad una minima ma inequivocabile distanza da terra. Nell’ultima mezza volta, quando Aitana smetteva di girare, quei piedi bianchi, con la stessa di-screzione, erano tornati già a terra e sprofondavano nella falsa erba di scena.

Era accaduto quello? Ma certo che no. Né Aitana né nessuno aveva a questo mondo la facoltà di levita-re. Quel che aveva visto Antenor –quel che aveva creduto di vedere– era una falsa impressione, una illu-sione, una sciocchezza, l’invenzione dei suoi occhi annoiati. Perciò non ne fece menzione con nessuno, ne scherzò al riguardo, e aspettò con impazienza che arrivasse lo spetta-colo della notte successiva -quello del sabato- per accertarsi che, per quanto buona attrice fosse, nemme-no Aitana aveva la facoltà sopranna-turale di elevarsi da terra affinché il suo passaggio attorno alla fontana raggiungesse la fluidità di uno spo-stamento immateriale, di un volo.

Negli istanti che precedettero il primo giro di Aitana alla fontana, il cuore di Antenor cominciò a palpita-re con tanta forza che dovette aprire la bocca, spaventato. Pensava che potesse affogare, stordirsi e perdere coscienza. Fortunatamente, gli spet-tatori non guardavano lui, erano concentrati sulla storia del giovane galante o sulla passeggiata che Aita-na cominciava a realizzare attorno alla fontana. Ma quando questa pas-sò di fronte ai suoi occhi non lasciò spazio al minimo dubbio: quei piedi non toccavano il suolo, fluttuavano sopra di esso, a una poca distanza ma inequivocabile. Antenor gettò una occhiata circolare agli spettatori: nessuno di loro guardava quei piedi, né, tantomeno, se lo avessero fatto, avrebbero avvertito quel che lui, soltanto lui, per essere seduto in ter-ra, aveva la prospettiva necessaria per comprovare: che qualcosa di impossibile, in contraddizione a tut-te le leggi fisiche, stava accadendo lì, su di quella scena circolare, in quel-la platea che il coreografo aveva tra-sformato in una sala-giardino fio-rentino del Rinascimento, qualcosa che soltanto potrebbe chiamarsi straordinaria, unica, miracolosa, so-prannaturale. Durante quei tre giri e mezzo di Aitana alla fontana Ante-nor non distolse gli occhi un secon-do dal suolo. Non era una sugge-stione, non era una fantasia: quei piedi non lo toccavano, si erano staccati, elevati da lui, appena, è ve-ro, ma abbastanza affinché lei non dovesse camminare, affinché flut-tuasse aggraziatamente come se una invisibile piattaforma la stesse fa-cendo roteare con soavità ed elegan-za attorno alla fontana.

Solamente quando Aitana smise di girare, salì sulla fontana, smise di essere la vedova della storia del fal-cone e si convertì nella contessa del-la Santa Croce, si arrischiò Antenor a cercare i suoi occhi. Voleva sapere se lei fosse cosciente di quel che fa-ceva, di quella incredibile mutazione che perpetrava il suo corpo elevan-dosi dal suolo per uno o due minuti affinché il suo slittamento raggiun-gesse quella delicata perfezione. Pe-rò non lo ottenne; lei non guardava nessuno in particolare quando reci-tava.

Le due settimane successive, le ultime della rappresentazione, stette Antenor concentrato in quegli istan-ti; e, tutte le volte vide accadere quel fenomeno che lo meravigliava, acce-lerava il suo cuore e gli toglieva il fiato. E tutte le volte, quando, dopo l’accaduto, lui cercava lo sguardo di Aitana per sapere se lei fosse co-sciente o no del fatto che in quell’episodio levitava, lei schivava i suoi occhi e non poteva verificarlo. Svariate volte ebbe la tentazione di menzionare il fatto con Pedrito Adrianzén o con alcuni degli attori del cast, ma, ogni volta che stava per farlo, si scoraggiava, convinto che ne avrebbero riso credendo che fa-cesse loro uno scherzo, o comin-ciassero a prenderlo per un delirante o pazzo. Chi gli avrebbe creduto a tale cosa? E, d’altronde, temeva che, se lo avesse divulgato, quello avrebbe smesso automaticamente di accadere, che, se lo avesse condivi-so con qualcuno, Aitana sarebbe tornata in quell’episodio, volgar-mente, a camminare.

IV

L’ultimo giorno, dopo lo spetta-colo, tutta la squadra de Los cuentos de la peste cenò in un piccolo risto-rante italiano in via Echegaray. Con un’audacia infrequente in lui, Ante-nor se la rigirò in maniera tale da sedersi vicino a Aitana. Per buona parte della cena gli fu impossibile intavolare una conversazione da so-lo con lei; tutti parlavano con tutti e nessuno si impegnava in un dialogo particolare. Però, all’ora dei dolci -gelati, tartufi o crostata di fragole-, in una pausa, Antenor si arrischiò a rivolgersi a lei direttamente, a voce bassa:

–In quella scena in cui fai piroet-te alla fonte, quando la storia de “Il Falcone” – cominciò a dire, ma non potè continuare perché vide che Ai-tana impallidiva di colpo e i suoi oc-chi inorridivano; batteva le ciglia come presa da un attacco di terrore, guardava da una e dall’altra parte come volendo scappare da quel che Antenor voleva dirle o chiederle. La vide così turbata, che non si arri-schiò a continuare. “Sì, sì?”, la sentì dire, guardandolo con tali occhi nei quali –Antenor non ebbe il minimo dubbio– c’era una supplica manife-sta, così eloquente, che lui si affrettò a cambiare argomento.

–Niente, niente –disse, sorriden-do, stringendo le spalle, alzando il suo calice–. Una sciocchezza. Salu-te, Aitana! È stato un grande piacere per me lavorare infine con te, chissà che non combaceremo sulle tavole un’altra volta.

–Chiaro, certamente– lo ringra-ziarono gli occhi stessi, alleviati, e il calice di lei colpì il suo–. Spero di sì, e non una ma molte volte, Ante-nor.
Quella notte, quando in una Ma-drid deserta già dai nottambuli, lad-dove presto sarebbe cominciato a biancheggiare, Antenor ritornava andando piano nella sua pensione del Lavapiés, una strana sensazione si era impossessata di lui. Di gioia e ottimismo. Da molto tempo, molti anni, che non si sentiva così, con-vinto che, nonostante tutto, questa vita, probabilmente l’unica sulla quale poter contare, valeva la pena di essere vissuta fino alla fine. Per-ché in essa accadevano a volte cose straordinarie che soltanto alcuni es-seri – straordinari, ugualmente? –avevano la facoltà di percepire. E, chi lo avrebbe detto, lui, il povero e mediocre Antenor Montalvo, era uno di quegli eletti. Testimone e complice di una facoltà soprannatu-rale -o, per lo meno, disusata e fan-tastica- di Aitana Sánchez Gijón, della quale lei era molto cosciente certamente, e che per una misteriosa ragione sulla quale non voleva fare supposizioni né capacitarsi dei mo-tivi, gli era stato permesso scoprire. E condividerla con lei. Non era quello, in un certo modo, qualcosa equivalente a godere di quel succes-so che a lui gli era scivolato dalle mani nella sua vita di attore? Lo sentiva come un risarcimento, una compensazione. Adesso lo aveva, finalmente, quel successo che i suoi genitori lo mandarono a cercare in Europa. In segreto, nessuno se ne sarebbe capacitato mai. Che impor-tava! Per lo meno Aitana sapeva che lui sapeva e ciò creava tra i due, benché non tornassero a vedersi né a lavorare insieme, un vincolo, una alleanza, qualcosa di indistruttibile, che ad Antenor, benché il resto della sua vita avrebbe continuato a essere scandalosa e mediocre, lo ricom-pensava delle mille e una frustrazio-ne della sua carriera e gli accresceva di nuovo ciò che sentiva nella sua remota gioventù. Cazzo, dopo tutto, la vita, il teatro erano cose formida-bili, no, Antenor Montalvo? ~

Madrid, agosto 2015
Spanish to Italian: Fabio Carnevalini, Adiós a Nicaragua, El Porvenir, Granada, julio 8 de 1873
General field: Art/Literary
Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish
Adiós a Nicaragua

Adiós, país delicioso en que he pasado
La mejor parte de la vida mía.
Adiós radiante sol, cielo azulado,
Céfiros blandos de la selva umbría;
Lo que siente mi pecho entusiasmado
Expresaros mi labio no sabría;
Solo os puedo decir que eternamente
Vuestro recuerdo quedará en mi mente.

¿I cómo he de olvidar los gratos días
que he vivido en este ameno suelo?
¿Los goces, las delicias i alegrías
que yo probé bajo tu hermoso cielo?
¿Los afectos i dulces simpatías
que fueron mi apoyo i mi consuelo?
Si tan injusto proceder tuviera,
El desprecio del mundo mereciera.

I es aquí también que las dulzuras
Me fue dado gustar de amante esposo;
I aquí probé de padre las ternuras;
I decir puedo que aquí fui dichoso,
Aun entre las penas i amarguras
Que brinda al hombre el mundo proceloso.
I aquí otra patria en fin vine a encontrar,
Que con sincero afecto supe amar.

Con afecto tan grande i tan sincero
Que por ella exponer quise la vida,
Cuando esperó el osado bucanero
Verla esclava a sus plantas reducida.
Vana esperanza del ardor guerrero
De sus valientes hijos protegida,
En más de una mortífera batalla
Hizo morder el polvo a esa canalla.

¡Adiós, oh! Nicaragua: yo te deseo
La paz que solo lleva a las naciones
De la felicidad al apogeo;
I con la paz todos los otros dones
Qué te harán grande, como yo preveo,
Si tú misma a tu dicha no te opones,
I respetas la lei con entereza
I a los partidos tratas con firmeza

Vuelvo a la patria mía hoi libertada,
A aquella tierra que me vio nacer,
I do una tumba para mi sagrada,
Guarda los restos de quien dióme el ser.
Mas tu memoria, Nicaragua amada,
En mi pecho verás permanecer;
I el deleite mayor que probaré
Será cuando otra vez te vuelva a ver.
Translation - Italian
Addio a Nicaragua

Addio, paese delizioso in cui ho trascorso
La migliore parte della vita mia.
Addio raggiante sole, bluastro cielo,
Zefiri piacevoli della foresta ombrosa;
Ciò che prova il mio petto entusiasta
Esprimerlo le mie labbra non saprebbero;
Soltanto vi posso dire che eternamente
Il vostro ricordo rimarrà nella mia mente.

E come dovrei dimenticare i lieti giorni
Che ho vissuto in questo ameno suolo?
Le risa, le delizie e allegrie
Che io provai sotto il tuo bel cielo?
Gli affetti e le dolci simpatie
Che furono mio appoggio e mio sostegno?
Se ugualmente ingiusto avvenire avessi,
Il disprezzo del mondo meriterei.

Ed è qui che anche le dolcezze
Mi fu dato gustare di amante sposo;
E qui provai da padre le tenerezze,
E dire posso che qui fui fortunato,
Sebbene tra le pene ed amarezze
Che mette di fronte all’uomo il mondo duro.
E qui un’altra patria infine venni a trovare,
Che con sincero affetto seppi amare.

Con affetto così grande e così sincero
Che per lei esporre volli la vita,
Quando sperò l’oltraggioso bucaniere
vederla schiava ai suoi piedi ridotta.
Vana speranza dell’ardore guerriero
Dai suoi valorosi figli protetta,
In più di un mortale scontro
Fece mangiar polvere a quella canaglia.

Addio, oh! Nicaragua: io ti auguro
La pace che solamente porta alle nazioni
Dalla felicità all’apoteosi;
E con la pace tutti gli altri doni
Che ti faranno grande, come io prevedo,
Se tu stessa al tuo destino non ti opponi,
E rispetti la legge interamente
E ai partiti tratti con fermezza.

Torno alla patria mia oggi liberata,
A quella terra che mi vide nascere,
E dove una tomba per me sacra,
Conserva i resti di chi mi diede la vita.
Tuttavia, il tuo ricordo, Nicaragua amata,
Nel mio petto vedrai permanere
E il piacere maggiore che proverò
Sarà quando un’altra volta tornerò a vederti.

Glossaries Agricultura, Medio ambiente, Alimentación, Ciencias, Derecho, Finanzas, Comercio, Geografía, Transportes, Economía, Política, General, Industria, Energía, Sociología, Educación, Comunicación
Translation education Bachelor's degree - Università degli studi di Padova
Experience Years of experience: 4. Registered at ProZ.com: Aug 2021.
ProZ.com Certified PRO certificate(s) N/A
Credentials Spanish to Italian (Università degli Studi di Padova)
Memberships CIOL - Chartered Institute of Linguists, TWB - Translators Without Borders
Software Adobe Acrobat, Indesign, Microsoft Excel, Microsoft Office Pro, Microsoft Word, Multicorpora, MultiTerm 2021, Powerpoint, Trados Studio
Website http://www.nicatraducciones.com
CV/Resume Italian (PDF), English (PDF)
Contests won 27th translation contest: Spanish to Italian
Professional objectives
  • Meet new translation company clients
  • Meet new end/direct clients
  • Work for non-profits or pro-bono clients
  • Screen new clients (risk management)
  • Network with other language professionals
  • Find trusted individuals to outsource work to
  • Build or grow a translation team
  • Get help with terminology and resources
  • Learn more about translation / improve my skills
  • Learn more about interpreting / improve my skills
  • Get help on technical issues / improve my technical skills
  • Learn more about additional services I can provide my clients
  • Learn more about the business side of freelancing
  • Find a mentor
  • Stay up to date on what is happening in the language industry
  • Help or teach others with what I have learned over the years
  • Transition from freelancer to agency owner
  • Transition from freelancer to another profession
  • Buy or learn new work-related software
  • Improve my productivity
Bio

Bilingual native speaker Spanish-Italian obtained a bachelor's degree in Languages, Literature, and modern cultures at the University of Padua. Several travels across Europe and Central America to write linguistic research on "Italians in Nicaragua. Their contribution to the social and economic development (1821-1976)". 

The title of the graduation thesis is "The man in black by Mario Vargas Llosa. Translation proposal".

This user has earned KudoZ points by helping other translators with PRO-level terms. Click point total(s) to see term translations provided.

Total pts earned: 4
(All PRO level)


Language (PRO)
Spanish to Italian4
Top general field (PRO)
Other4
Top specific field (PRO)
Other4

See all points earned >
ElTraductorLat1's Twitter updates
    Keywords: italian, spanish, culture, CAT tool, literature, theater, sociology, development




    Profile last updated
    Feb 17