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"Die Präsidenten der vereinigten Staaten von Amerika". A historical series on YouTube about the history of the Presidents of the United States of America. English-German....more »
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español al alemán: Un recuerdo de mi patria. ¡Habla, memoria! 1. December 2018 by Arthur Pahl Dónde está tu Patria? ¿Donde naciste y donde se encontraba tu cuna, donde creciste y donde fuiste a la escuela? ¿O donde vives ahora mismo? ¿O quizás donde has recibido tus General field: Otros
Texto de origen - español Un recuerdo de mi patria. ¡Habla, memoria!
1. December 2018 by Arthur Pahl
Dónde está tu Patria? ¿Donde naciste y donde se encontraba tu cuna, donde creciste y donde fuiste a la escuela? ¿O donde vives ahora mismo? ¿O quizás donde has recibido tus primeras impresiones de vida? Bueno, eso lo decide cada uno por si mismo. En mi caso, yo lo tengo muy claro. Mi casa está en el centro de los Montes Spessart, no lejos de Würzburg, donde antaño se encontraba mi cuna.
Conduciendo en auto desde Würzburg contra la corriente del río Meno, pasando por Karlstadt hasta Lohr, se cruza allí el puente sobre el río Meno y desde allá, uno encuentra un discreto letrero que llama al visitante hacia las profundidades del bosque, llegando de repente a una pequeña iglesia de piedra arenisca moteada rojiza, muy típico de esa zona. Un denso hayedo rodea este valle estrecho. Parece aún algo accidentado, que logro conservar gran parte de su originalidad. Bosque, valle e iglesia están siempre presentes dentro de mí. Son parte del paisaje de mi alma, de mi infancia, de mi historia familiar. Cuando camino por el sendero desde el borde del bosque hasta el valle, escucho de nuevo – como si fuera ayer – los pasos de mis padres, las advertencias de mi padre y la suave voz de mi madre.
¿Cuántas veces hemos venido aquí? No lo sé exactamente. Fueron muchos los domingos que salimos de Würzburg hacia Mariabuchen, así se llama esta joya. Mariabuchen es uno de los muchos lugares de peregrinación a la Virgen María en mi patria fráncica, de la que estamos tan orgullosos y de la que nos preocupamos. Según la tradición, un pastor esculpió una Virgen María con el Niño Jesús aquí alrededor de 1400 y luego colocó el cuadro en la cueva de la rama de un árbol de haya. A lo largo de los años, esta imagen de María creció sobre el árbol, alrededor del cual se difundieron numerosos milagros en el período siguiente. Este “santuario del bosque” se difundió rápidamente y sólo una generación más tarde se pueden encontrar los orígenes de la primera peregrinación mariana a Mariabuchen. Alrededor de 1430 se construyó aquí la primera capilla pequeña del bosque. Siguieron muchas generaciones, que unánimemente se adhirieron a la tradición de Mariabuchen. En 1701 se inauguró la iglesia de peregrinación, que todavía hoy me es tan familiar, y en la segunda fiesta de Pentecostés de 1726 los capuchinos se mudaron aquí, cuyo modesto monasterio todavía existe.
En lo profundo de mis pensamientos, de modo que ni siquiera me di cuenta de cómo había encontrado mi camino en la autopista, mi memoria se independizó.
Arthur Pahl
FUE EN VERANO DEL AÑO 1997: Yo iba en camino de Frankfurt a Würzburg a visitar a mi madre. Y tal como tantas veces antes lo hice, también hoy tomé el pequeño desvío a través de Mariabuchen antes de dirigirme a mi ciudad de origen. Era un sábado por la tarde. Las sombras eran bastante largas, las primeras hojas de los arboles habían sido arrastradas por el estrecho camino hacia la iglesia. Pero esta vez yo no estaba solo. Unas personas vestidas de fiesta pasaron apuradas. Cuando acabo de entrar en la iglesia, comenzó la ceremonia de una boda. De las casi 100 plazas, unas 50 estaban ocupadas. Así que me senté tranquilamente en una de las filas traseras de bancos y seguí de cerca los acontecimientos. Un joven sacerdote realizó la ceremonia de la boda, un sacerdote de un tipo que rara vez se ve en nuestra región. Puede que tuviera treinta y tantos años, pelo negro, tez oscura, figura lisa y esbelta. Todavía le oigo bendecir a la joven pareja nupcial en un alemán claro como el cristal y predicar un sermón corto pero conciso. Media hora más tarde, mientras salía de la iglesia con los invitados a la boda, estaba hablando con algunos de ellos. Nadie conocía a este joven clérigo, pero era una gran fuente de curiosidad. Uno de ellos quería saber que había crecido aquí en la zona, pero vivía y trabajaba en algún lugar de la misión. Otro dijo haber oído que una vez fue adoptado junto con su hermano por padres alemanes. Mientras el hermano se formaba como ingeniero, él fue ordenado sacerdote.
Pensativamente volví al aparcamiento, me senté en el coche y me dirigí a Würzburg. En lo profundo de mis pensamientos, de modo que ni siquiera me di cuenta de cómo había encontrado mi camino en la autopista, mi memoria se independizó.
Y de repente estaba de vuelta en Bogotá. Era un día de otoño nublado y húmedo en 1970 cuando me senté en el aeropuerto de El Dorado, el aeropuerto más grande de Colombia, con mi joven esposa, con quien me había casado recientemente y a quien finalmente quise mostrar mi patria alemana. Estábamos esperando con otras docenas de viajeros en la salida de nuestro avión cuando una joven pareja con dos niños pequeños se unió a nosotros e inmediatamente llamó mi atención. Mientras que mi oído mostraba un afecto amistoso por el lenguaje de su conversación de nuestra región Franconia, no podía pasarse por alto que los niños, dos varones, uno tenía tal vez cinco años y seis el otro, hablaban tímidamente en español. Durante un tiempo los escuché, y cuanto más escuchaba, más doloroso me resultaba el conflicto de malentendidos entre la pareja y los niños. Los niños murmuraban comentarios de los cual deduje que iban camino a Alemania. Al parecer, esperaban con impaciencia este país próspero, del que ya se les había hablado mucho. Se preguntaban qué había de comer y beber allí, cómo se vestía la gente allí en Alemania, si también jugaban al fútbol. De todas maneras, ya habían oído hablar de los muchos autos hermosos que casi todo el mundo debía tener en este país. El mayor de los dos hermanos, el de seis años, consolaba a su hermanito, tomó su mano en la suya y lo distrajo para que no sintiera la pena dar la espalda a su patria. Una larga y pálida cicatriz junto a su pulgar derecho le otorgaba un trasfondo chillón a la armonía de la delicada manita. Los jóvenes padres, en cambio, hojeaban en un diccionario para poder dirigir al menos una o dos palabras en castellano a los dos hermanos, que parecían apenas entenderlos debido a la mala pronunciación. Lo que me sorprendió fue lo bien y cariñoso que hablaron de sus nuevos padres. Sí, eran niños adoptados, como me enteré un poco más tarde. Después de un cuarto de hora hablé con los padres en alemán y me ofrecí a interpretar para ellos, lo que recibieron con gran alivio. Y así me acerqué más a mis compatriotas, que ni hablaban la lengua de Colombia ni conocían el país y su gente. Ambos vinieron de la región del Spessart y recientemente adoptaron a los dos niños en Bogotá. Tenían talvez unos treinta años, bien cuidados pero modestamente vestidos.
En los pocos minutos que nos quedaba hasta la partida, me contaron brevemente su historia. Había sido hace años que la joven mujer conoció a un sacerdote de Aschaffenburg, que había sido párroco en el sur de Colombia durante muchos años. Después de un tiempo, confiaron en él, revelaron su deseo íntimo de adoptar un niño y aprendieron sobre la posibilidad de adoptar niños de Colombia con celeridad y sin burocracia. También leyeron un artículo en el periódico de su iglesia sobre el asunto y decidieron aceptar la oferta del misionero de hacer contacto a Colombia. De hecho, sólo pasaron unas semanas antes de que se les ofreciera una propuesta, dos hermanos habían perdido a su padre y a su madre y ahora estaban buscando urgentemente padres adoptivos. Sólo unos pocos días habrían bastado para preparar la acogida de dos niños de un solo golpe, y ahora estaban aquí para llevarlos a Alemania. Parecían exhaustos pero felices al mismo tiempo. Tomaron cariñosamente de la mano a los dos muchachos, que también estaban muy dispuestos a dejar que los condujeran hasta el avión. Desafortunadamente no teníamos asientos cerca uno del otro, por lo que sólo podíamos comunicarnos a distancia hasta la escala en Miami. En Florida, bajaron del avión y se cambiaron a otro. Nunca volví a saber de ellos.
Pensando en eso, había llegado a Würzburg, cogí mi bolsa de viaje, cerré el auto con llave y subí las escaleras, en donde vivía mi madre en ese momento. En el último momento antes de que abriera la puerta, el recuerdo me atrapó de nuevo, e hice una conexión entre 1970 y 1997, entre Bogotá y Mariabuchen. ¿Podría ser que uno de los dos hermanos adoptados fuera idéntico al apuesto sacerdote de pelo negro y tez castaña clara que me había llamado la atención en Mariabuchen hace menos de una hora? Yo no lo sabía. Me balanceé hacia adelante y hacia atrás, inclinándome primero a un lado, luego al otro, hasta que de repente la imagen se puso ante mis ojos de cuando el joven sacerdote nos bendijo, y cómo golpeó la cruz con su mano derecha. Y ahí estaba otra vez, esa extraña cicatriz junto a su pulgar derecho que obviamente había penetrado profundamente en mi memoria a través de varias décadas.
Traducción - alemán Sprich Erinnerung!
1. Dezember 2018 by Arthur Pahl
Wo ist eigentlich Heimat? Da, wo man geboren, aufgewachsen und zur Schule gegangen ist? Wo man zufällig gerade lebt? Oder womöglich dort, wo man seine lebensprägenden Eindrücke empfangen hat? Nun, das muss jeder für sich selbst entscheiden. Ich für meinen Teil bin mir darüber vollkommen im Klaren. Meine Heimat liegt mitten im Spessart, nicht weit entfernt von Würzburg, wo einst meine Wiege stand.
Fährt man von Würzburg den Main abwärts über Karlstadt bis nach Lohr, überquert dort die Mainbrücke und folgt einem unscheinbaren Schild, das den Besucher tief in den Wald lockt, steht man plötzlich vor einer kleinen Kirche aus rötlichem Buntsandstein, wie er hier für die Gegend typisch ist. Ein dichter Buchenwald umschließt dieses enge und immer noch ein wenig schroffes Tal, das noch viel von seiner Ursprünglichkeit hat bewahren können. Wald, Tal und Kirche sind mir stets gegenwärtig. Sie sind Teil meiner Seelenlandschaft, meiner Kindheit, meiner Familiengeschichte. Gehe ich den Weg vom Waldrand hinab in das Tal, höre ich wieder die Schritte meiner Eltern, die Ermahnungen meines Vaters und die sanfte Stimme meiner Mutter.
Wie oft waren wir hier? Ich weiß es beileibe nicht. So manchen Sonntag sind wir von Würzburg herausgefahren nach Mariabuchen, wie dieses Kleinod sich nennt. Mariabuchen ist einer von zahlreichen Marienwallfahrtsorten meiner fränkischen Heimat, auf die wir Mainfranken so stolz sind und die wir hegen und pflegen. Der Überlieferung nach hat hier um 1400 ein Schafhirte eine Muttergottes mit dem Jesuskind geschnitzt und das Bild anschließend in die Asthöhle einer Buche gestellt. Im Lauf der Jahre verwuchs dieses Marienbild mit dem Baum, um den sich in der Folgezeit zahlreiche Wunder rankten. Schnell sprach sich dieses „Waldheiligtum“ herum und nur eine Generation später finden sich die Ursprünge der ersten Marienwallfahrt nach Mariabuchen. Um 1430 schon erbaute man hier die erste kleine Waldkapelle. Viele Generationen folgten, die einträchtig an der Tradition von Mariabuchen festhielten. 1701 weihte man die Wallfahrtskirche ein, die mir bis heute so vertraut ist und am zweiten Pfingstfeiertag 1726 zogen hier die Kapuziner ein, deren bescheidenes Kloster bis heute existiert.
Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Es war im Sommer des Jahres 1997. Ich war auf dem Weg von Frankfurt nach Würzburg, um meine Mutter zu besuchen. Und wie so häufig machte ich den kleinen Umweg über Mariabuchen, bevor ich meine Heimatstadt ansteuerte. Es war ein Samstagnachmittag. Die Schatten waren schon recht lang, das erste Laub fegte über den schmalen Weg hinab zur Kirche. Doch diesmal war ich nicht allein. Ein paar festlich gekleidete Menschen hasteten an mir vorbei. Als ich soeben die Kirche betrat, begann die Zeremonie einer Trauung. Von den knapp 100 Plätzen waren wohl an die 50 besetzt. So setzte ich mich still in eine der hinteren Bankreihen und verfolgte aufmerksam das Geschehen. Ein junger Priester vollzog die Trauung, ein Priester, wie man ihn in unserer Gegend selten zu Gesicht bekommt. Er mag Mitte dreißig gewesen sein, pechschwarze Haare, dunkler Teint, gerade, schlanke Figur. Ich höre es noch wie heute, wie er in glasklarem Deutsch das junge Brautpaar einsegnet und eine kurze, aber prägnante Predigt hält. Eine halbe Stunde später, während ich mit den Trauungsgästen die Kirche verließ, kam ich ganz zufällig ins Gespräch mit einigen von ihnen. Keiner kannte diesen jungen Geistlichen, der aber ihrer Neugier heftig zu schaffen machte. Einer wollte wissen, er sei zwar hier in der Gegend aufgewachsen, lebe und arbeite aber irgendwo in der Mission. Ein anderer meinte gehört zu haben, er sei einst zusammen mit seinem Bruder von deutschen Eltern adoptiert worden. Während dieser sich zu einem Ingenieur hat ausbilden lassen, wurde jener zum Priester geweiht.
Nachdenklich ging ich zurück zum Parkplatz, setzte mich ins Auto und machte mich auf den Weg nach Würzburg. Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Und auf einmal war ich wieder in Bogota. Es war ein nebliger, feuchter Herbsttag im Jahr 1970. Ich saß mit meiner jungen Frau, die ich erst kürzlich geheiratet hatte und der ich nun endlich einmal meine deutsche Heimat zeigen wollte, auf dem Airport El Dorado, dem größten Flughafen Kolumbiens. Wir warteten mit ein paar Dutzend anderen Reisenden auf den Abflug unserer Maschine, als ein junges Paar mit zwei kleinen Kindern sich zu uns gesellte und sofort meine Aufmerksamkeit fesselte. Während mein Ohr dem heimatlichen Idiom ihrer deutsch geführten Unterhaltung freundliche Zuneigung schenkte, ließ es sich nicht übersehen, dass die beiden Kinder, zwei Knaben im Alter von vielleicht fünf Jahren der eine und sechs der andere, sich zaghaft auf Spanisch unterhielten. Eine Weile lauschte ich ihrem Treiben, und je länger es dauerte, umso schmerzhafter empfand ich den Zwiespalt des Missverstehens des Paares und der Kinder. Die Kinder raunten sich Bemerkungen zu, denen ich entnehmen konnte, dass sie auf dem Weg nach Deutschland waren. Sie freuten sich offenbar auf dieses reiche Land, von dem man ihnen wohl schon einiges erzählt haben mochte. Sie fragten sich, was man dort wohl esse und trinke, wie die Leute sich da anziehen, ob man dort auch Fußball spiele. Auf jeden Fall hatten sie schon von den vielen schönen Autos gehört, die dort beinahe jeder haben müsse. Der ältere der beiden Brüder, der Sechsjährige, tröstete seinen kleinen Bruder, nahm dessen Hand in seine und lenkte ihn davon ab, dass sie nun ihrer Heimat den Rücken kehren sollten. Eine lange, blasse Narbe neben seinem rechten Daumen gab der Harmonie des zarten Händchens einen schrillen Unterton. Das junge Elternpaar hingegen hantierte in einem fort mit einem Wörterbuch herum, um wenigstens das eine oder andere Wort auf Spanisch an die beiden Brüder richten zu können, dass diese aber aufgrund mangelhafter Aussprache kaum zu verstehen schienen. Was mich verwunderte, war dies, wie gut und liebevoll sie von ihren neuen Eltern sprachen. Ja, es waren Adoptivkinder, wie ich etwas später erfuhr. Nach einer Viertelstunde sprach ich die Eltern auf Deutsch an und erbot mich, für sie zu dolmetschen, was sie mit großer Erleichterung aufnahmen. Und so kam ich in einen näheren Kontakt mit meinen Landsleuten, die weder die Landessprache Kolumbiens beherrschten noch irgendwelche Kenntnisse von Land und Leuten besaßen. Beide stammten aus dem Spessart und hatten erst kürzlich die beiden Buben in Bogota adoptiert. Sie waren wohl so um die dreißig Jahre alt, gepflegt, aber bescheiden gekleidet.
In den wenigen Minuten, die uns noch bis zum Abflug blieben, erzählten sie mir in aller Kürze ihre Vorgeschichte. Vor Jahren hatte die junge Frau, die selbst keine Kinder bekommen konnte, einen Pfarrer aus Aschaffenburg kennengelernt, der über viele Jahre eine Pfarrstelle im südlichen Kolumbien versehen hatte. Im Lauf der Zeit fassten sie Vertrauen zu ihm, offenbarten ihm ihren Lebenswunsch, ein Kind zu adoptieren und erfuhren dabei von der Möglichkeit, auf relativ unbürokratische Weise Kinder aus Kolumbien adoptieren zu können. Auch in ihrer Kirchenzeitung lasen sie darüber einen Artikel und beschlossen, die Offerte des Missionars anzunehmen, ihnen den Kontakt nach Kolumbien herzustellen. Es dauerte tatsächlich nur wenige Wochen, bis man ihnen das Angebot übermittelte, zwei Brüder hätten Vater und Mutter verloren, und man suche nun dringend nach Adoptiveltern. Nur wenige Tage Bedenkzeit hätten genügt, sich darauf einzustellen, mit einem Schlag zwei Kinder in ihre Obhut zu nehmen, und nun seien sie hier, um die beiden nach Deutschland zu bringen. Sie machten einen erschöpften, aber doch auch glücklichen Eindruck. Liebevoll nahmen sie die beiden Jungs an die Hand, die sich auch ganz bereitwillig von ihnen zum Flugzeug führen ließen. Leider hatten wir keine nahe beieinander liegenden Sitzplätze, sodass wir uns bis zur Zwischenlandung in Miami nur mit Winkzeichen aus der Ferne verständigen konnten. In Florida verließen sie das Flugzeug und stiegen auf eine andere Maschine um. Ich habe nie wieder etwas von ihnen gehört.
Mittlerweile war ich in Würzburg angekommen, nahm meine Reisetasche zur Hand, schloss das Auto ab und stieg die Treppe hinauf, dort, wo meine Mutter damals wohnte. Im letzten Moment, bevor ich die Tür öffnete, holte mich die Erinnerung wieder ein, und ich stellte eine Verbindung her zwischen 1970 und 1997, zwischen Bogota und Mariabuchen. Sollte womöglich einer der beiden adoptierten Brüder identisch sein mit jenem stattlichen Priester mit dem schwarzen Haar und dem hellbraunen Teint, der vor noch nicht einmal einer Stunde in Mariabuchen mein Augenmerk gänzlich auf sich gezogen hatte? Ich wusste es nicht. Ich schwankte hin und her, mal zu einer mal zur anderen Seite, bis mir plötzlich das Bild vor Augen stand, als uns der junge Priester segnete, und wie er mit der rechten Hand das Kreuz schlug. Und da war sie wieder, jene merkwürdige Narbe neben dem rechten Daumen, die sich offenbar tief in meine Erinnerung eingegraben hatte.
alemán al inglés: Sprich Erinnerung
Texto de origen - alemán
Sprich Erinnerung!
1. Dezember 2018 by Arthur Pahl
Wo ist eigentlich Heimat? Da, wo man geboren, aufgewachsen und zur Schule gegangen ist? Wo man zufällig gerade lebt? Oder womöglich dort, wo man seine lebensprägenden Eindrücke empfangen hat? Nun, das muss jeder für sich selbst entscheiden. Ich für meinen Teil bin mir darüber vollkommen im Klaren. Meine Heimat liegt mitten im Spessart, nicht weit entfernt von Würzburg, wo einst meine Wiege stand.
Fährt man von Würzburg den Main abwärts über Karlstadt bis nach Lohr, überquert dort die Mainbrücke und folgt einem unscheinbaren Schild, das den Besucher tief in den Wald lockt, steht man plötzlich vor einer kleinen Kirche aus rötlichem Buntsandstein, wie er hier für die Gegend typisch ist. Ein dichter Buchenwald umschließt dieses enge und immer noch ein wenig schroffes Tal, das noch viel von seiner Ursprünglichkeit hat bewahren können. Wald, Tal und Kirche sind mir stets gegenwärtig. Sie sind Teil meiner Seelenlandschaft, meiner Kindheit, meiner Familiengeschichte. Gehe ich den Weg vom Waldrand hinab in das Tal, höre ich wieder die Schritte meiner Eltern, die Ermahnungen meines Vaters und die sanfte Stimme meiner Mutter.
Wie oft waren wir hier? Ich weiß es beileibe nicht. So manchen Sonntag sind wir von Würzburg herausgefahren nach Mariabuchen, wie dieses Kleinod sich nennt. Mariabuchen ist einer von zahlreichen Marienwallfahrtsorten meiner fränkischen Heimat, auf die wir Mainfranken so stolz sind und die wir hegen und pflegen. Der Überlieferung nach hat hier um 1400 ein Schafhirte eine Muttergottes mit dem Jesuskind geschnitzt und das Bild anschließend in die Asthöhle einer Buche gestellt. Im Lauf der Jahre verwuchs dieses Marienbild mit dem Baum, um den sich in der Folgezeit zahlreiche Wunder rankten. Schnell sprach sich dieses „Waldheiligtum“ herum und nur eine Generation später finden sich die Ursprünge der ersten Marienwallfahrt nach Mariabuchen. Um 1430 schon erbaute man hier die erste kleine Waldkapelle. Viele Generationen folgten, die einträchtig an der Tradition von Mariabuchen festhielten. 1701 weihte man die Wallfahrtskirche ein, die mir bis heute so vertraut ist und am zweiten Pfingstfeiertag 1726 zogen hier die Kapuziner ein, deren bescheidenes Kloster bis heute existiert.
Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Es war im Sommer des Jahres 1997. Ich war auf dem Weg von Frankfurt nach Würzburg, um meine Mutter zu besuchen. Und wie so häufig machte ich den kleinen Umweg über Mariabuchen, bevor ich meine Heimatstadt ansteuerte. Es war ein Samstagnachmittag. Die Schatten waren schon recht lang, das erste Laub fegte über den schmalen Weg hinab zur Kirche. Doch diesmal war ich nicht allein. Ein paar festlich gekleidete Menschen hasteten an mir vorbei. Als ich soeben die Kirche betrat, begann die Zeremonie einer Trauung. Von den knapp 100 Plätzen waren wohl an die 50 besetzt. So setzte ich mich still in eine der hinteren Bankreihen und verfolgte aufmerksam das Geschehen. Ein junger Priester vollzog die Trauung, ein Priester, wie man ihn in unserer Gegend selten zu Gesicht bekommt. Er mag Mitte dreißig gewesen sein, pechschwarze Haare, dunkler Teint, gerade, schlanke Figur. Ich höre es noch wie heute, wie er in glasklarem Deutsch das junge Brautpaar einsegnet und eine kurze, aber prägnante Predigt hält. Eine halbe Stunde später, während ich mit den Trauungsgästen die Kirche verließ, kam ich ganz zufällig ins Gespräch mit einigen von ihnen. Keiner kannte diesen jungen Geistlichen, der aber ihrer Neugier heftig zu schaffen machte. Einer wollte wissen, er sei zwar hier in der Gegend aufgewachsen, lebe und arbeite aber irgendwo in der Mission. Ein anderer meinte gehört zu haben, er sei einst zusammen mit seinem Bruder von deutschen Eltern adoptiert worden. Während dieser sich zu einem Ingenieur hat ausbilden lassen, wurde jener zum Priester geweiht.
Nachdenklich ging ich zurück zum Parkplatz, setzte mich ins Auto und machte mich auf den Weg nach Würzburg. Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Und auf einmal war ich wieder in Bogota. Es war ein nebliger, feuchter Herbsttag im Jahr 1970. Ich saß mit meiner jungen Frau, die ich erst kürzlich geheiratet hatte und der ich nun endlich einmal meine deutsche Heimat zeigen wollte, auf dem Airport El Dorado, dem größten Flughafen Kolumbiens. Wir warteten mit ein paar Dutzend anderen Reisenden auf den Abflug unserer Maschine, als ein junges Paar mit zwei kleinen Kindern sich zu uns gesellte und sofort meine Aufmerksamkeit fesselte. Während mein Ohr dem heimatlichen Idiom ihrer deutsch geführten Unterhaltung freundliche Zuneigung schenkte, ließ es sich nicht übersehen, dass die beiden Kinder, zwei Knaben im Alter von vielleicht fünf Jahren der eine und sechs der andere, sich zaghaft auf Spanisch unterhielten. Eine Weile lauschte ich ihrem Treiben, und je länger es dauerte, umso schmerzhafter empfand ich den Zwiespalt des Missverstehens des Paares und der Kinder. Die Kinder raunten sich Bemerkungen zu, denen ich entnehmen konnte, dass sie auf dem Weg nach Deutschland waren. Sie freuten sich offenbar auf dieses reiche Land, von dem man ihnen wohl schon einiges erzählt haben mochte. Sie fragten sich, was man dort wohl esse und trinke, wie die Leute sich da anziehen, ob man dort auch Fußball spiele. Auf jeden Fall hatten sie schon von den vielen schönen Autos gehört, die dort beinahe jeder haben müsse. Der ältere der beiden Brüder, der Sechsjährige, tröstete seinen kleinen Bruder, nahm dessen Hand in seine und lenkte ihn davon ab, dass sie nun ihrer Heimat den Rücken kehren sollten. Eine lange, blasse Narbe neben seinem rechten Daumen gab der Harmonie des zarten Händchens einen schrillen Unterton. Das junge Elternpaar hingegen hantierte in einem fort mit einem Wörterbuch herum, um wenigstens das eine oder andere Wort auf Spanisch an die beiden Brüder richten zu können, dass diese aber aufgrund mangelhafter Aussprache kaum zu verstehen schienen. Was mich verwunderte, war dies, wie gut und liebevoll sie von ihren neuen Eltern sprachen. Ja, es waren Adoptivkinder, wie ich etwas später erfuhr. Nach einer Viertelstunde sprach ich die Eltern auf Deutsch an und erbot mich, für sie zu dolmetschen, was sie mit großer Erleichterung aufnahmen. Und so kam ich in einen näheren Kontakt mit meinen Landsleuten, die weder die Landessprache Kolumbiens beherrschten noch irgendwelche Kenntnisse von Land und Leuten besaßen. Beide stammten aus dem Spessart und hatten erst kürzlich die beiden Buben in Bogota adoptiert. Sie waren wohl so um die dreißig Jahre alt, gepflegt, aber bescheiden gekleidet.
In den wenigen Minuten, die uns noch bis zum Abflug blieben, erzählten sie mir in aller Kürze ihre Vorgeschichte. Vor Jahren hatte die junge Frau, die selbst keine Kinder bekommen konnte, einen Pfarrer aus Aschaffenburg kennengelernt, der über viele Jahre eine Pfarrstelle im südlichen Kolumbien versehen hatte. Im Lauf der Zeit fassten sie Vertrauen zu ihm, offenbarten ihm ihren Lebenswunsch, ein Kind zu adoptieren und erfuhren dabei von der Möglichkeit, auf relativ unbürokratische Weise Kinder aus Kolumbien adoptieren zu können. Auch in ihrer Kirchenzeitung lasen sie darüber einen Artikel und beschlossen, die Offerte des Missionars anzunehmen, ihnen den Kontakt nach Kolumbien herzustellen. Es dauerte tatsächlich nur wenige Wochen, bis man ihnen das Angebot übermittelte, zwei Brüder hätten Vater und Mutter verloren, und man suche nun dringend nach Adoptiveltern. Nur wenige Tage Bedenkzeit hätten genügt, sich darauf einzustellen, mit einem Schlag zwei Kinder in ihre Obhut zu nehmen, und nun seien sie hier, um die beiden nach Deutschland zu bringen. Sie machten einen erschöpften, aber doch auch glücklichen Eindruck. Liebevoll nahmen sie die beiden Jungs an die Hand, die sich auch ganz bereitwillig von ihnen zum Flugzeug führen ließen. Leider hatten wir keine nahe beieinander liegenden Sitzplätze, sodass wir uns bis zur Zwischenlandung in Miami nur mit Winkzeichen aus der Ferne verständigen konnten. In Florida verließen sie das Flugzeug und stiegen auf eine andere Maschine um. Ich habe nie wieder etwas von ihnen gehört.
Mittlerweile war ich in Würzburg angekommen, nahm meine Reisetasche zur Hand, schloss das Auto ab und stieg die Treppe hinauf, dort, wo meine Mutter damals wohnte. Im letzten Moment, bevor ich die Tür öffnete, holte mich die Erinnerung wieder ein, und ich stellte eine Verbindung her zwischen 1970 und 1997, zwischen Bogota und Mariabuchen. Sollte womöglich einer der beiden adoptierten Brüder identisch sein mit jenem stattlichen Priester mit dem schwarzen Haar und dem hellbraunen Teint, der vor noch nicht einmal einer Stunde in Mariabuchen mein Augenmerk gänzlich auf sich gezogen hatte? Ich wusste es nicht. Ich schwankte hin und her, mal zu einer mal zur anderen Seite, bis mir plötzlich das Bild vor Augen stand, als uns der junge Priester segnete, und wie er mit der rechten Hand das Kreuz schlug. Und da war sie wieder, jene merkwürdige Narbe neben dem rechten Daumen, die sich offenbar tief in meine Erinnerung eingegraben hatte.
Traducción - inglés A Walk down Memory Lane
1. December 2018 by Arthur Pahl
Where is home? Where you were born, grew up, and went to school? Or where you happen to be living right now? Or where you had the most life-changing experiences? Well, I guess we all need to figure that out for ourselves. For me personally, however, there’s a straightforward answer to that question.
We Germans have a wonderful phrase that is hard to translate: Heimat, pronounced sort of like (“High mott”) – which means “native home” or the “area where you grew up”. Well, my Heimat is in the Spessart region of lower Franconia, Germany – not far from Würzburg, the town of my childhood.
And here is the “epicenter” of my Heimat: Leaving Würzburg in a northwesterly direction, take one of the two roads on either side of the Main River, pass Karlstadt, and go all the way to the town of Lohr. At Lohr, head southeast, following a very plain looking sign pointing into the forest. Before long you’ll see a little chapel built of reddish sandstone (so-called Buntsandstein) – a typical building material in this region. In this narrow and still somewhat untamed valley with a thick blanket of beech trees, it looks like it probably did some several hundred years ago. All I must do is close my eyes and take a walk down “memory lane”. I can see that idyllic trio of forest, valley, and chapel. Without a doubt, that trio is part of my soul, childhood, and family history. In my mind’s eye, I amble into the valley from the edge of the forest and once again hear the steps of my parents – the stern voice of my father and the soft soprano of my mother. Many a Sundays we came to this place – Mariabuchen (“Mary’s birch trees”), as this idyllic spot is also known.
Mariabuchen is one of the countless Marian pilgrimage sites of my Franconian Heimat – sites that we locals cherish dearly. Legend has it that around 1400 – almost a hundred years before Columbus discovered America – a shepherd carves a figure of the Virgin and the Child and places this piece of art in the knot-hole of a birch tree. Over the years, the wooden statue was overgrown by the tree and became the site of many miracles. Before long, this “forest sanctuary” was removed, and only one generation later the first Marian pilgrimage to Mariabuchen took place. As early as 1430, the first chapel was built in the forest. For several centuries, Catholics far and wide held to the tradition of Mariabuchen. Finally, in 1701, the pilgrimage chapel that was to become so familiar to me was consecrated. And the day after Pentecost in 1726, the first Capuchin monks arrived, founding the cloister that still exists today.
It was late summer, 1997, I was on my way from Frankfurt to Würzburg to visit my mother. As I often did, I took a detour and visited Mariabuchen before heading directly for my hometown. It was a Saturday afternoon, the shadows were already lengthening, and the first fallen leaves were blowing across the marrow path leading down to the chapel. But this time I was not alone in that little sanctuary. A few people in festive clothing quickly walked past me. As I stepped into the sanctuary, a wedding ceremony was about to begin. The chapel, which seats about a hundred people, was about half full that evening. I quietly sat down in a pew towards the rear and watched attentively as the service got underway.
Lost in thought, I walked back to the parking lot, got into my car, and drove on to Würzburg.
A young Priest was officiating. He had physical features you rarely see in Franconia. He was probably in his mid-thirties, slim, erect, and with jet-black hair. He looked Latin American. I can remember it as if it were yesterday – the way he blessed the young couple in German – speaking like a native; the way he gave the sermon – short but to the point. About half an hour later, as I was leaving the chapel, I struck up a conversation with some of the wedding guests. No one knew who this priest was or where he came from, but they were extremely curious about him. Someone said, he was a local boy but had become a missionary. Someone else had heard that he had been adapted by German parents. They said his brother became an engineer and that this man became a priest. Lost in thought, I walked back to the parking lot, got into my car, and drove on to Würzburg.
So lost in thought was I, that I didn’t even notice I was already on the Autobahn. For some reason – even without really wanting to – I had wound up on memory lane. I was back in Bogotá, on a foggy and misty autumn day in 1970 – sitting next to my young wife at the airport. We had just gotten married and were on our way to Germany. I was looking forward to showing her my Franconian Heimat. There we were, sitting at El Dorado – Colombia’s largest airport. Waiting for our plane, we were sitting around with a few dozen other travelers. A young couple with two small children settled near us, immediately piquing my interest. My ears picked up German words from adults, yet the boys – probably five and six years old, respectively – were whispering in Spanish. For a while, I involuntarily eavesdropped on their conversation. The longer I listened, the more I realized the delicate situation going on. The two boys were on their way to Germany – apparently for the first time. It seemed they were looking forward to the rich country across the ocean, which they knew from hearsay only; but they were wondering what Germans eat and drink, what kind of clothes they wear, and whether they play soccer, too. But what these little guys were looking forward to most, was all the fine German cars they knew they would be seeing. The elder of the two – six-year-old – was consoling his little brother, holding his hand and trying to distract him from the fact, that they were about to leave their South American homeland (their Heimat) forever. I noticed a long pale scar on the older boy’s right thumb, which gave this harmonious scene a surreal touch. While I was going on, the man and woman were fumbling around with a German-Spanish dictionary, trying to communicate at least a few words to the two boys. Unfortunately, the grown-ups’ mangled pronunciation kept them from scaling the huge language barrier: the boys hardly understood a word the adults were saying. I was impressed by the fact the two boys were speaking about their new – parents! – in an exceedingly loving and kind way. Yes, these boys had, in fact, been adopted, as I was soon to find out.
After about fifteen minutes, I addressed the parents in German and offered to interpret for them – a gesture they greatly appreciated. In this way, I was able to make closer contact with my fellow countrymen, who knew neither language of Colombia nor its people. Interestingly, both parents were from the Spessart region. They had adopted the tow boys in Bogotá- The new parents were probably about thirty years old, and were dressed well, but modestly. In the few minutes that remains until boarding, they told me their story. They had been married for some years, but it turned out she was unable to have children – a great disappointment for them. They had made friends with a Priest from Aschaffenburg who was a missionary in Colombia and, over time, the couple had entrusted to him their wish to adopt a child. The missionary had shared with them, that it was relatively simple to adopt children from Colombia. This as an option the couple has also read about in their church bulletin, so they accepted the missionary’s help in establishing contact, with the appropriate agencies in Colombia. Only a few weeks later, the Colombian agencies were able to make an actual offer. Apparently, there were two young boys in Bogotá who had lost both parents and were now desperately seeking to be adapted. It took the German couple only a few days to decide to take both children. And here they were, returning to their Heimat with both little boys they had just adapted. The German couple looked exhausted, but happy. Lovingly, the young German couple took the boys by the hand. And willingly, the boys let their new parents lead them to the plane. Unfortunately, our seating assignments were not close to this charming family, so my wife and I could only wave to them from afar, when we changed planes in Miami. They boarded a different plane, and that was the last I ever saw of them.
By now I had reached Würzburg. I took my bag, locked the car, and walked up the stairs to my mother’s apartment. Just before I opened her door, something in my memory went “click” -connecting 1997 to 1970, Mariabuchen to Bogotá. Could one of those adopted brothers possibly be the priest who had just conducted the service, the priest with the jet-black hair and the dark skin? What were the odds? One in a million? I closed my eyes, swayed back and forth, and suddenly had a flashback of the priest making the sign of he crosses at the close of the wedding, “in the name of the Father and the Son, and the Holy Spirit. Amen.”
inglés al alemán: A Walk down Memory Lane Detailed field: Poesía y literatura
Texto de origen - inglés A Walk down Memory Lane
1. December 2018 by Arthur Pahl
Where is home? Where you were born, grew up, and went to school? Or where you happen to be living right now? Or where you had the most life-changing experiences? Well, I guess we all need to figure that out for ourselves. For me personally, however, there’s a straightforward answer to that question.
We Germans have a wonderful phrase that is hard to translate: Heimat, pronounced sort of like (“High mott”) – which means “native home” or the “area where you grew up”. Well, my Heimat is in the Spessart region of lower Franconia, Germany – not far from Würzburg, the town of my childhood.
And here is the “epicenter” of my Heimat: Leaving Würzburg in a northwesterly direction, take one of the two roads on either side of the Main River, pass Karlstadt, and go all the way to the town of Lohr. At Lohr, head southeast, following a very plain looking sign pointing into the forest. Before long you’ll see a little chapel built of reddish sandstone (so-called Buntsandstein) – a typical building material in this region. In this narrow and still somewhat untamed valley with a thick blanket of beech trees, it looks like it probably did some several hundred years ago. All I must do is close my eyes and take a walk down “memory lane”. I can see that idyllic trio of forest, valley, and chapel. Without a doubt, that trio is part of my soul, childhood, and family history. In my mind’s eye, I amble into the valley from the edge of the forest and once again hear the steps of my parents – the stern voice of my father and the soft soprano of my mother. Many a Sundays we came to this place – Mariabuchen (“Mary’s birch trees”), as this idyllic spot is also known.
Mariabuchen is one of the countless Marian pilgrimage sites of my Franconian Heimat – sites that we locals cherish dearly. Legend has it that around 1400 – almost a hundred years before Columbus discovered America – a shepherd carves a figure of the Virgin and the Child and places this piece of art in the knot-hole of a birch tree. Over the years, the wooden statue was overgrown by the tree and became the site of many miracles. Before long, this “forest sanctuary” was removed, and only one generation later the first Marian pilgrimage to Mariabuchen took place. As early as 1430, the first chapel was built in the forest. For several centuries, Catholics far and wide held to the tradition of Mariabuchen. Finally, in 1701, the pilgrimage chapel that was to become so familiar to me was consecrated. And the day after Pentecost in 1726, the first Capuchin monks arrived, founding the cloister that still exists today.
It was late summer, 1997, I was on my way from Frankfurt to Würzburg to visit my mother. As I often did, I took a detour and visited Mariabuchen before heading directly for my hometown. It was a Saturday afternoon, the shadows were already lengthening, and the first fallen leaves were blowing across the marrow path leading down to the chapel. But this time I was not alone in that little sanctuary. A few people in festive clothing quickly walked past me. As I stepped into the sanctuary, a wedding ceremony was about to begin. The chapel, which seats about a hundred people, was about half full that evening. I quietly sat down in a pew towards the rear and watched attentively as the service got underway.
Lost in thought, I walked back to the parking lot, got into my car, and drove on to Würzburg.
A young Priest was officiating. He had physical features you rarely see in Franconia. He was probably in his mid-thirties, slim, erect, and with jet-black hair. He looked Latin American. I can remember it as if it were yesterday – the way he blessed the young couple in German – speaking like a native; the way he gave the sermon – short but to the point. About half an hour later, as I was leaving the chapel, I struck up a conversation with some of the wedding guests. No one knew who this priest was or where he came from, but they were extremely curious about him. Someone said, he was a local boy but had become a missionary. Someone else had heard that he had been adapted by German parents. They said his brother became an engineer and that this man became a priest. Lost in thought, I walked back to the parking lot, got into my car, and drove on to Würzburg.
So lost in thought was I, that I didn’t even notice I was already on the Autobahn. For some reason – even without really wanting to – I had wound up on memory lane. I was back in Bogotá, on a foggy and misty autumn day in 1970 – sitting next to my young wife at the airport. We had just gotten married and were on our way to Germany. I was looking forward to showing her my Franconian Heimat. There we were, sitting at El Dorado – Colombia’s largest airport. Waiting for our plane, we were sitting around with a few dozen other travelers. A young couple with two small children settled near us, immediately piquing my interest. My ears picked up German words from adults, yet the boys – probably five and six years old, respectively – were whispering in Spanish. For a while, I involuntarily eavesdropped on their conversation. The longer I listened, the more I realized the delicate situation going on. The two boys were on their way to Germany – apparently for the first time. It seemed they were looking forward to the rich country across the ocean, which they knew from hearsay only; but they were wondering what Germans eat and drink, what kind of clothes they wear, and whether they play soccer, too. But what these little guys were looking forward to most, was all the fine German cars they knew they would be seeing. The elder of the two – six-year-old – was consoling his little brother, holding his hand and trying to distract him from the fact, that they were about to leave their South American homeland (their Heimat) forever. I noticed a long pale scar on the older boy’s right thumb, which gave this harmonious scene a surreal touch. While I was going on, the man and woman were fumbling around with a German-Spanish dictionary, trying to communicate at least a few words to the two boys. Unfortunately, the grown-ups’ mangled pronunciation kept them from scaling the huge language barrier: the boys hardly understood a word the adults were saying. I was impressed by the fact the two boys were speaking about their new – parents! – in an exceedingly loving and kind way. Yes, these boys had, in fact, been adopted, as I was soon to find out.
After about fifteen minutes, I addressed the parents in German and offered to interpret for them – a gesture they greatly appreciated. In this way, I was able to make closer contact with my fellow countrymen, who knew neither language of Colombia nor its people. Interestingly, both parents were from the Spessart region. They had adopted the tow boys in Bogotá- The new parents were probably about thirty years old, and were dressed well, but modestly. In the few minutes that remains until boarding, they told me their story. They had been married for some years, but it turned out she was unable to have children – a great disappointment for them. They had made friends with a Priest from Aschaffenburg who was a missionary in Colombia and, over time, the couple had entrusted to him their wish to adopt a child. The missionary had shared with them, that it was relatively simple to adopt children from Colombia. This as an option the couple has also read about in their church bulletin, so they accepted the missionary’s help in establishing contact, with the appropriate agencies in Colombia. Only a few weeks later, the Colombian agencies were able to make an actual offer. Apparently, there were two young boys in Bogotá who had lost both parents and were now desperately seeking to be adapted. It took the German couple only a few days to decide to take both children. And here they were, returning to their Heimat with both little boys they had just adapted. The German couple looked exhausted, but happy. Lovingly, the young German couple took the boys by the hand. And willingly, the boys let their new parents lead them to the plane. Unfortunately, our seating assignments were not close to this charming family, so my wife and I could only wave to them from afar, when we changed planes in Miami. They boarded a different plane, and that was the last I ever saw of them.
By now I had reached Würzburg. I took my bag, locked the car, and walked up the stairs to my mother’s apartment. Just before I opened her door, something in my memory went “click” -connecting 1997 to 1970, Mariabuchen to Bogotá. Could one of those adopted brothers possibly be the priest who had just conducted the service, the priest with the jet-black hair and the dark skin? What were the odds? One in a million? I closed my eyes, swayed back and forth, and suddenly had a flashback of the priest making the sign of he crosses at the close of the wedding, “in the name of the Father and the Son, and the Holy Spirit. Amen.”
Traducción - alemán Sprich Erinnerung!
1. Dezember 2018 by Arthur Pahl
Wo ist eigentlich Heimat? Da, wo man geboren, aufgewachsen und zur Schule gegangen ist? Wo man zufällig gerade lebt? Oder womöglich dort, wo man seine lebensprägenden Eindrücke empfangen hat? Nun, das muss jeder für sich selbst entscheiden. Ich für meinen Teil bin mir darüber vollkommen im Klaren. Meine Heimat liegt mitten im Spessart, nicht weit entfernt von Würzburg, wo einst meine Wiege stand.
Fährt man von Würzburg den Main abwärts über Karlstadt bis nach Lohr, überquert dort die Mainbrücke und folgt einem unscheinbaren Schild, das den Besucher tief in den Wald lockt, steht man plötzlich vor einer kleinen Kirche aus rötlichem Buntsandstein, wie er hier für die Gegend typisch ist. Ein dichter Buchenwald umschließt dieses enge und immer noch ein wenig schroffes Tal, das noch viel von seiner Ursprünglichkeit hat bewahren können. Wald, Tal und Kirche sind mir stets gegenwärtig. Sie sind Teil meiner Seelenlandschaft, meiner Kindheit, meiner Familiengeschichte. Gehe ich den Weg vom Waldrand hinab in das Tal, höre ich wieder die Schritte meiner Eltern, die Ermahnungen meines Vaters und die sanfte Stimme meiner Mutter.
Wie oft waren wir hier? Ich weiß es beileibe nicht. So manchen Sonntag sind wir von Würzburg herausgefahren nach Mariabuchen, wie dieses Kleinod sich nennt. Mariabuchen ist einer von zahlreichen Marienwallfahrtsorten meiner fränkischen Heimat, auf die wir Mainfranken so stolz sind und die wir hegen und pflegen. Der Überlieferung nach hat hier um 1400 ein Schafhirte eine Muttergottes mit dem Jesuskind geschnitzt und das Bild anschließend in die Asthöhle einer Buche gestellt. Im Lauf der Jahre verwuchs dieses Marienbild mit dem Baum, um den sich in der Folgezeit zahlreiche Wunder rankten. Schnell sprach sich dieses „Waldheiligtum“ herum und nur eine Generation später finden sich die Ursprünge der ersten Marienwallfahrt nach Mariabuchen. Um 1430 schon erbaute man hier die erste kleine Waldkapelle. Viele Generationen folgten, die einträchtig an der Tradition von Mariabuchen festhielten. 1701 weihte man die Wallfahrtskirche ein, die mir bis heute so vertraut ist und am zweiten Pfingstfeiertag 1726 zogen hier die Kapuziner ein, deren bescheidenes Kloster bis heute existiert.
Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Es war im Sommer des Jahres 1997. Ich war auf dem Weg von Frankfurt nach Würzburg, um meine Mutter zu besuchen. Und wie so häufig machte ich den kleinen Umweg über Mariabuchen, bevor ich meine Heimatstadt ansteuerte. Es war ein Samstagnachmittag. Die Schatten waren schon recht lang, das erste Laub fegte über den schmalen Weg hinab zur Kirche. Doch diesmal war ich nicht allein. Ein paar festlich gekleidete Menschen hasteten an mir vorbei. Als ich soeben die Kirche betrat, begann die Zeremonie einer Trauung. Von den knapp 100 Plätzen waren wohl an die 50 besetzt. So setzte ich mich still in eine der hinteren Bankreihen und verfolgte aufmerksam das Geschehen. Ein junger Priester vollzog die Trauung, ein Priester, wie man ihn in unserer Gegend selten zu Gesicht bekommt. Er mag Mitte dreißig gewesen sein, pechschwarze Haare, dunkler Teint, gerade, schlanke Figur. Ich höre es noch wie heute, wie er in glasklarem Deutsch das junge Brautpaar einsegnet und eine kurze, aber prägnante Predigt hält. Eine halbe Stunde später, während ich mit den Trauungsgästen die Kirche verließ, kam ich ganz zufällig ins Gespräch mit einigen von ihnen. Keiner kannte diesen jungen Geistlichen, der aber ihrer Neugier heftig zu schaffen machte. Einer wollte wissen, er sei zwar hier in der Gegend aufgewachsen, lebe und arbeite aber irgendwo in der Mission. Ein anderer meinte gehört zu haben, er sei einst zusammen mit seinem Bruder von deutschen Eltern adoptiert worden. Während dieser sich zu einem Ingenieur hat ausbilden lassen, wurde jener zum Priester geweiht.
Nachdenklich ging ich zurück zum Parkplatz, setzte mich ins Auto und machte mich auf den Weg nach Würzburg. Tief in Gedanken versunken, so dass ich gar nicht wahrnahm, wie ich den Weg auf die Autobahn fand, machte sich meine Erinnerung selbstständig.
Und auf einmal war ich wieder in Bogota. Es war ein nebliger, feuchter Herbsttag im Jahr 1970. Ich saß mit meiner jungen Frau, die ich erst kürzlich geheiratet hatte und der ich nun endlich einmal meine deutsche Heimat zeigen wollte, auf dem Airport El Dorado, dem größten Flughafen Kolumbiens. Wir warteten mit ein paar Dutzend anderen Reisenden auf den Abflug unserer Maschine, als ein junges Paar mit zwei kleinen Kindern sich zu uns gesellte und sofort meine Aufmerksamkeit fesselte. Während mein Ohr dem heimatlichen Idiom ihrer deutsch geführten Unterhaltung freundliche Zuneigung schenkte, ließ es sich nicht übersehen, dass die beiden Kinder, zwei Knaben im Alter von vielleicht fünf Jahren der eine und sechs der andere, sich zaghaft auf Spanisch unterhielten. Eine Weile lauschte ich ihrem Treiben, und je länger es dauerte, umso schmerzhafter empfand ich den Zwiespalt des Missverstehens des Paares und der Kinder. Die Kinder raunten sich Bemerkungen zu, denen ich entnehmen konnte, dass sie auf dem Weg nach Deutschland waren. Sie freuten sich offenbar auf dieses reiche Land, von dem man ihnen wohl schon einiges erzählt haben mochte. Sie fragten sich, was man dort wohl esse und trinke, wie die Leute sich da anziehen, ob man dort auch Fußball spiele. Auf jeden Fall hatten sie schon von den vielen schönen Autos gehört, die dort beinahe jeder haben müsse. Der ältere der beiden Brüder, der Sechsjährige, tröstete seinen kleinen Bruder, nahm dessen Hand in seine und lenkte ihn davon ab, dass sie nun ihrer Heimat den Rücken kehren sollten. Eine lange, blasse Narbe neben seinem rechten Daumen gab der Harmonie des zarten Händchens einen schrillen Unterton. Das junge Elternpaar hingegen hantierte in einem fort mit einem Wörterbuch herum, um wenigstens das eine oder andere Wort auf Spanisch an die beiden Brüder richten zu können, dass diese aber aufgrund mangelhafter Aussprache kaum zu verstehen schienen. Was mich verwunderte, war dies, wie gut und liebevoll sie von ihren neuen Eltern sprachen. Ja, es waren Adoptivkinder, wie ich etwas später erfuhr. Nach einer Viertelstunde sprach ich die Eltern auf Deutsch an und erbot mich, für sie zu dolmetschen, was sie mit großer Erleichterung aufnahmen. Und so kam ich in einen näheren Kontakt mit meinen Landsleuten, die weder die Landessprache Kolumbiens beherrschten noch irgendwelche Kenntnisse von Land und Leuten besaßen. Beide stammten aus dem Spessart und hatten erst kürzlich die beiden Buben in Bogota adoptiert. Sie waren wohl so um die dreißig Jahre alt, gepflegt, aber bescheiden gekleidet.
In den wenigen Minuten, die uns noch bis zum Abflug blieben, erzählten sie mir in aller Kürze ihre Vorgeschichte. Vor Jahren hatte die junge Frau, die selbst keine Kinder bekommen konnte, einen Pfarrer aus Aschaffenburg kennengelernt, der über viele Jahre eine Pfarrstelle im südlichen Kolumbien versehen hatte. Im Lauf der Zeit fassten sie Vertrauen zu ihm, offenbarten ihm ihren Lebenswunsch, ein Kind zu adoptieren und erfuhren dabei von der Möglichkeit, auf relativ unbürokratische Weise Kinder aus Kolumbien adoptieren zu können. Auch in ihrer Kirchenzeitung lasen sie darüber einen Artikel und beschlossen, die Offerte des Missionars anzunehmen, ihnen den Kontakt nach Kolumbien herzustellen. Es dauerte tatsächlich nur wenige Wochen, bis man ihnen das Angebot übermittelte, zwei Brüder hätten Vater und Mutter verloren, und man suche nun dringend nach Adoptiveltern. Nur wenige Tage Bedenkzeit hätten genügt, sich darauf einzustellen, mit einem Schlag zwei Kinder in ihre Obhut zu nehmen, und nun seien sie hier, um die beiden nach Deutschland zu bringen. Sie machten einen erschöpften, aber doch auch glücklichen Eindruck. Liebevoll nahmen sie die beiden Jungs an die Hand, die sich auch ganz bereitwillig von ihnen zum Flugzeug führen ließen. Leider hatten wir keine nahe beieinander liegenden Sitzplätze, sodass wir uns bis zur Zwischenlandung in Miami nur mit Winkzeichen aus der Ferne verständigen konnten. In Florida verließen sie das Flugzeug und stiegen auf eine andere Maschine um. Ich habe nie wieder etwas von ihnen gehört.
Mittlerweile war ich in Würzburg angekommen, nahm meine Reisetasche zur Hand, schloss das Auto ab und stieg die Treppe hinauf, dort, wo meine Mutter damals wohnte. Im letzten Moment, bevor ich die Tür öffnete, holte mich die Erinnerung wieder ein, und ich stellte eine Verbindung her zwischen 1970 und 1997, zwischen Bogota und Mariabuchen. Sollte womöglich einer der beiden adoptierten Brüder identisch sein mit jenem stattlichen Priester mit dem schwarzen Haar und dem hellbraunen Teint, der vor noch nicht einmal einer Stunde in Mariabuchen mein Augenmerk gänzlich auf sich gezogen hatte? Ich wusste es nicht. Ich schwankte hin und her, mal zu einer mal zur anderen Seite, bis mir plötzlich das Bild vor Augen stand, als uns der junge Priester segnete, und wie er mit der rechten Hand das Kreuz schlug. Und da war sie wieder, jene merkwürdige Narbe neben dem rechten Daumen, die sich offenbar tief in meine Erinnerung eingegraben hatte.
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Experiencia
Años de experiencia: 25 Registrado en ProZ.com: Mar 2020
My place of
birth is Germany. I am a post-WW II generation.
An
established book author, I am the editor of an international online magazine,
Tour Manager for North-and South Americans, translator for English, German,
Spanish, and Portuguese speaking clients. I also have a Hotel Manager's degree
from Switzerland. Now that I am semiretired, I like to offer my knowledge to
People from around the World.
But let me
tell you how it all began:
As a child,
I went to first grade in Wurzburg at a time when the world-famous residence
(UNESCO World heritage) was still a bomb crater. Tragic remains of the air
raids over Germany from the mid-nineteen-forties still scattered around as
reminders of the war. In 1956, eleven years after the end of WW II, Germany was
still reduced to a nation of rubble. I remember those days with the dreams of a
six-year-old.
My mom
walked me to school, holding my hand, speaking to me softly, sharing with me
the wishes on her lips, having high hopes for me and my future. She said,
"Never give up on the idea to become a well-educated man one day. Study a
lot. Search for better worlds on other continents. Go to foreign lands. Meet
people of different walks of life with open minds, whole hearts, and intact
homes. Look for progressive communities in advanced places where faith and
freedom govern, and everyone is equal, protected under the conventional
standards of human decency. Become a people person, my son. "
Mom always
encouraged me. At this tender age, I understood very little of what my mom
said, but I certainly felt the intentions and the sincerity in her voice. With
seriousness, she repeated her words underlining the worries of a mother
jittering for the future of her child.
I can say
today that I did what my mother wanted me to do. I became a Swiss-educated
Hotel Professional. I studied Reformation history. Stuck my nose into several
colleges around the World, learning at least four of the main languages spoken.
I took several semesters at law, economy, and sales professional faculties.
During that time, I worked as a tour manager for several international
companies. Oh, what a wonderful time this was in my life. It has shaped me to
become a person of principle and pride with steadiness and style while I
perform whatever I am doing for others and myself.
For
thirty-eight years, I lived outside of Germany. The continents I know best are
North and South America, but I have also lived in the islands and the
Mediterranean. From these experiences, I have learned my lessons. A German by
birth, influenced by foreign customs and cultures, I become eclectic and
distinctive enough to dive right into other idiosyncrasies, lifestyles, and
habits of folks like you, who I am going to take care of helping out to resolve
your language issues.
Palabras clave: English, Spanish, German, Translation, Philosophy, Religion, Esoteric, Literature, Journalism, Ghostwriting. See more.English, Spanish, German, Translation, Philosophy, Religion, Esoteric, Literature, Journalism, Ghostwriting, Advertisement, Online News, Blogs, Speech, Linguistic, Native Speaker, Publisher, Author, Writer, Travel Expert, Travel Writer, Gourmet, Food and Beverage, Hotel Expert, Tour Manager, Tour Designer, Proof Reader, Yoga, Meditation, Latin America Fan, Colombia, Creative Writing.. See less.